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domingo, 19 de enero de 2014

Nadie vive para siempre -

Nadie vive para siempre Ficha Título original Nobody Lives Forever Año 1946 Duración 100 min. País Estados Unidos Estados Unidos Director Jean Negulesco Guión W.R. Burnett Música Adolph Deutsch Fotografía Arthur Edeson (B&W) Reparto John Garfield, Geraldine Fitzgerald, Walter Brennan, Faye Emerson, George Coulouris, George Tobias, Robert Shayne, Richard Gaines, Richard Erdman, James Flavin, Ralph Peters Productora Warner Bros. Pictures Género Cine negro. Drama | Crimen Sinopsis Un estafador se enamora de una rica viuda a la que pretendía desplumar. Crìticas: Piter Paul Gijón (España) Notable Jean Negulesco y John Garfield una combinación perfecta. 12 de Julio de 2013 El director Jean Negulesco dirige a la perfección este film noir. Los contrastes de luces y sombras (claro / oscuros ) a lo largo de la película, y especialmente, en los planos exteriores están perfectamente conseguidos. El final de la película se desarrolla en un muelle y al contraste de claros/oscuros hay que sumar la niebla lo que produce aún mas desasosiego. Respecto al argumento, John Garfield es un estafador que se mete en un plan, preparado por otro estafador ido a menos, para engañar a una joven viuda rica y estafarla su dinero. Lo que no contaba Garfield es que se iba a complicar todo. Su antigua novia, el asesor de la rica heredera, algunos de sus compinches, todo parece enredarse a medida que avanza la película y él se da cuenta que más vale retirarse a tiempo. El final tendrán que verlo ustedes. Imprescindible para los amantes del cine negro y un rato agradable para el resto. Fuente: http://www.filmaffinity.com/es/film313091.html

jueves, 16 de enero de 2014

Dian Fossey

Dian Fossey Nacimiento 16 de enero de 1932 Flag of the United States.svg Estados Unidos, San Francisco Fallecimiento 26 de diciembre de 1985, 53 años Flag of Rwanda.svg Ruanda, Ruhengeri Nacionalidad estadounidense Alma máter Darwin College Ocupación Zoóloga, Conservacionista, Etóloga Dian Fossey (San Francisco, Estados Unidos, 16 de enero de 1932 - Ruhengeri, Ruanda, 26 de diciembre de 1985) (53 años) fue una zoóloga estadounidense reconocida por su labor científica y conservacionista con los gorilas (Gorilla beringei beringei) de las montañas Virunga (en Ruanda y el Congo). Biografía Nació en San Francisco en 1932, y se graduó en Terapia Ocupacional en el San Jose State College en 1954 pasando varios años trabajando en un hospital de Kentucky. Motivada por el trabajo de George Schaller, destacado zoólogo estadounidense que se dedicó al estudio de los gorilas, Fossey viajó a África en 1963. Allí observó y estudió a los gorilas de las montañas en su hábitat natural y conoció al arqueólogo británico Louis Leakey, de quien aprendió la importancia del estudio de los grandes simios para comprender la evolución humana. En 1966 logró el apoyo de la National Geographic Society y la Fundación Wilkie para trabajar en Zaire, pero pronto la complicada situación política del país la forzaría a trasladarse a Ruanda para continuar sus investigaciones. Su paciencia y su meticulosa observación de los gorilas le permitieron comprender e imitar su comportamiento, ganando paulatinamente la aceptación de varios grupos. Aprendió a reconocer las características únicas de cada individuo, llegando a tener con ellos una relación de confianza y afecto. Karisoke, su lugar de estudio, se convirtió en centro internacional de investigación sobre los gorilas cuando ella fundó el Centro de Investigación de Karisoke en 1967. En 1974 recibió el grado de doctora en Zoología por la Universidad de Cambridge. En 1983 publica Gorilas en la niebla, libro que expone sus observaciones y su relación con los gorilas en todos sus años de estudios de campo. En sus 22 años de estudio con los gorilas, Fossey enfrentó y combatió la actividad de los cazadores furtivos que estaban llevando la especie de los gorilas de la montaña a la extinción. Esta lucha le creó muchos enemigos, y se sospecha que fue el motivo de su asesinato en 1985. Su muerte, a machetazos, fue atribuida al jefe de los cazadores furtivos de gorilas contra los que luchó. En un principio se señaló a los furtivos, pero posteriormente fue acusado Wyne McGuire, un joven estudiante que se encontraba bajo la asesoría de Fossey y al que se le acusó de ‘celos profesionales’. McGuire huyó a Estados Unidos poco antes de que un Tribunal ruandés le acusase del crimen y le condenase a morir fusilado en cuanto pisara territorio de Ruanda. Hoy en día, sin embargo, la teoría más extendida es la del asesinato a manos de los furtivos con el apoyo de las autoridades ruandesas. Su trabajo contribuyó en gran parte a la recuperación de la población de gorilas y a la desmitificación de su comportamiento violento. Fossey fue encontrada asesinada en el dormitorio de su cabaña en las montañas de Virunga, Ruanda, el 26 de diciembre de 1985. La última entrada en su diario decía: Cuando te das cuenta del valor de la vida, uno se preocupa menos por discutir sobre el pasado, y se concentra más en la conservación para el futuro. El Cráneo de Fossey había sido dividido por una panga (machete), una herramienta ampliamente utilizada por los cazadores furtivos, que había confiscado a un cazador furtivo en años anteriores y colgado como decoración en la pared de su sala de estar junto a su dormitorio. Fossey fue encontrada muerta junto a su cama, con su pistola a su lado. Ella estaba en el acto de cargar su arma, pero escogió el tipo incorrecto de municiones durante la lucha. La cabaña mostró signos de una lucha porque había vidrios rotos en el suelo y las mesas, junto con otros muebles volcados. Todos los objetos de valor de Fossey todavía estaban en la cabaña - miles de dólares en efectivo, cheques de viaje, y equipo fotográfico permanecían intactos. Ella estaba a 2 metros (7 pies) de distancia de un agujero cortado en la pared de la cabaña en el día de su asesinato. Fossey fue enterrada en Karisoke, en un sitio que ella misma había construido para sus amigos gorilas muertos. Fue enterrada en el cementerio de gorilas cerca de Digit y cerca de muchos gorilas asesinados por los cazadores furtivos. Los servicios conmemorativos se llevaron a cabo también en Nueva York, Washington y California. El testamento de Fossey establecía que todo su dinero (incluidas las ganancias de la película de Gorilas en la niebla) debería ser destinado a la Fundación Digit para financiar las patrullas contra la caza furtiva. Sin embargo su madre, Kitty Price, impugnó el testamento y ganó. En 1988 la vida y obra de Fossey fue retratada en la película Gorilas en la niebla (Gorillas in the Mist), dirigida por Michael Apted y protagonizada por Sigourney Weaver. Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Dian_Fossey

martes, 3 de diciembre de 2013

Carlos Juan Finlay

Carlos Juan Finlay y Barrés. Carlos Juan Finlay y Barrés (Camagüey, Capitanía General de Cuba, España, 3 de diciembre de 1833 – La Habana, Cuba, 19 de agosto de 1915) fue un médico y eminente científico cubano. Descubrió y describió la importancia del vector biológico a través de la teoría metaxénica de la transmisión de enfermedades por agentes biológicos, aplicándola a la fiebre amarilla transmitida por el mosquito Aedes aegypti. Índice 1 Primeros años 2 Estudios profesionales 3 La fiebre amarilla 4 Los años de reconocimiento internacional 5 El istmo y el Canal de Panamá 6 Día del Médico 7 Premio de Microbiología Carlos J. Finlay Primeros años Sus años infantiles los vivió tanto en La Habana como en el cafetal de su padre en la zona de Alquízar. A la edad de once años, en 1844, lo enviaron a estudiar a Le Havre, en Francia, y regresó a Cuba dos años más tarde, debido a una enfermedad. Retornó a Francia en 1848 para completar su educación. Después de un período en Londres ingresó en el Liceo de Ruan, donde permaneció hasta 1851, cuando regresó a Cuba, convaleciente de un ataque de fiebre tifoidea. Estudios profesionales No le fue posible ingresar a la Universidad de La Habana, y pasó entonces a Filadelfia para cursar la carrera de medicina en el Jefferson Medical College, donde se doctoró el 10 de marzo de 1855. En 1857 revalidó su título en la Universidad de La Habana. Recién graduado, se trasladó en 1856 con su padre a Lima, donde probó fortuna por un corto tiempo. En 1860–1861 estuvo en París. En 1864 quiso establecerse en Matanzas, sin éxito. El 16 de octubre de 1865 se casó en La Habana con Adela Shine, natural de la isla de Trinidad. La fiebre amarilla El doctor Finlay fue el más profundo, talentoso e intenso investigador de la fiebre amarilla, y por sus análisis y estudios llegó a la conclusión de que la transmisión de la enfermedad se realizaba por un agente intermediario. Existe una anécdota que dice que, estando una noche rezando el rosario, le llamó la atención un mosquito zumbando a su alrededor. Entonces fue cuando decidió investigar a los mosquitos. Con los medios aportados por la comisión mixta hispano-estadounidense, fue capaz de identificar al mosquito Culex o Aedes aegypti como el agente transmisor de la enfermedad. Sus estudios lo llevaron a entender que era la hembra fecundada de esta especie la que transmitía la fiebre amarilla. En 1881 fue a Washington, D.C. como representante del gobierno colonial ante la Conferencia Sanitaria Internacional, donde presentó por primera vez su teoría de la transmisión de la fiebre amarilla por un agente intermediario, el mosquito. Su hipótesis fue recibida con frialdad y casi total escepticismo. Solo fue divulgada por una modesta revista médica de Nueva Orleans a través del doctor Rudolph Matas, recién graduado en medicina, quien había participado en la comisión mixta hispano-norteamericana en calidad de intérprete, por ser hijo de españoles. De regreso a Cuba, en junio de 1881, realizó experimentos con voluntarios y no solo comprobó su hipótesis, sino que descubrió también que el individuo picado una vez por un mosquito infectado, quedaba inmunizado contra futuros ataques de la enfermedad. De ahí nació el suero contra la fiebre amarilla. En agosto de ese mismo año presentó ante la Academia de Ciencias Médicas de La Habana su trabajo de investigación. Los años de reconocimiento internacional No obstante ello, por más de 20 años los postulados del Dr. Finlay fueron ignorados. Solamente después de terminada la Guerra Hispano-Estadounidense, cuando el general Leonard Wood, gobernador de Cuba, pidió que se probara la teoría de Finlay, se volvieron a revisar sus trabajos de investigación, así como los exitosos experimentos que había realizado durante todos estos años. Mientras tanto, el doctor William Crawford Gorgas, médico militar que había tratado, sin conseguirlo, de erradicar la fiebre amarilla en Santiago de Cuba, fue nombrado Jefe Superior de Sanidad en La Habana en diciembre de 1898. A iniciativa de Finlay creó una Comisión Cubana de la Fiebre Amarilla que, siguiendo las indicaciones del médico cubano, combatió al mosquito y aisló a los enfermos. En sólo siete meses había desaparecido la terrible enfermedad de Cuba. El istmo y el Canal de Panamá El doctor Gorgas fue finalmente enviado a sanear el Istmo de Panamá a fin de poder completar la construcción del canal; allí aplicó los mismos principios indicados por el doctor Finlay, lo cual permitió terminar esta gran obra de ingeniería. Una placa en el propio Canal de Panamá reconoce la contribución del doctor Carlos J. Finlay en el éxito de esta magna obra. El 15 de agosto de 1914 pasó el primer barco del Océano Atlántico al Océano Pacífico a través del canal. Día del Médico En memoria del doctor Finlay, el 3 de diciembre fue instituido como Día del Médico en varios países de América. Premio de Microbiología Carlos J. Finlay También en su honor, el gobierno de Cuba creó, y la UNESCO entrega cada dos años, el Premio de Microbiología Carlos J. Finlay a investigadores cuya labor en temas relacionados con la microbiología (inmunología, biología molecular, genética y otras) hayan contribuido de manera destacada a la salud. Su objetivo es promover la investigación y los avances en la microbiología. Fuente: http://es.wikipedia.org/wiki/Carlos_Juan_Finlay

domingo, 17 de noviembre de 2013

Cumpleaños en Manhatan

Todos caminan yo también camino es lunes y venimos con la saliva amarga mejor dicho son ellos los que vienen a la sombra de no sé cuántos pisos millones de mandíbulas que mastican su goma sin embargo son gente de este mundo con todo un corazón bajo el chaleco hace treinta y nueve años yo no estaba tan solo y tan rodeado ni podía mirar a las queridas de los innumerables ex-sargentos de ex-sargentísimo Batista que hoy sacan a mear sus perros de abolengo en las esquinas de la democracia hace treinta y nueve años allá abajo más debajo de lo que hoy se conoce como Fidel Castro o como Brasilia abrí los ojos y cantaba un gallo tiene que haber cantado necesito un gallo que le cante al Empire State Building con toda su pasión y la esperanza de parecer iguales o de serlo todos caminan yo también camino a veces me detengo ellos no no podrían respiro y me siento respirar eso es bueno tengo sed y me cuesta diez centavos de dólar otro jugo de fruta con gusto a Guatemala este cumpleaños no es mi verdadero porque este alrededor no es mi verdadero los cumpliré más tarde en febrero o en marzo con los ojos que siempre me miraron las palabras que siempre me dijeron con un cielo de ayer sobre mis hombros y el corazón deshilachado y terco los cumpliré más tarde o no los cumplo pero éste no es mi verdadero todos caminan yo también camino y cada dos zancadas poderosas doy un modesto paso melancólico entonces los becarios colombianos y los taximetristas andaluces y los napolitanos que venden pizza y cantan y el mexicano que aprendió a mascar chicles y el brasileño de insolente fotómetro y la chilena con su amante gringo y los puertorriqueños que pasean su belicosos miedo colectivo miran y reconocen mi renguera y ellos también se aflojan un momento y dan un solo paso melancólico como los autos de la misma marca que se hacen una seña con las luces nunca estuvo tan lejos ese cielo nunca estuvo tan lejos y tan chico un triángulo isósceles nublado que ni siquiera es una nube entera tengo unas ganas cursis dolorosas de ver algo de mar de sentir como llueve en Andes y Colonia de oír a mi mujer diciendo cualquier cosa de escuchar las bocinas y de putear con eco de conseguir un tango un pedazo de tango tocado por cualquiera que no sea Kostelanetz pero también es bueno sentir alguna vez un poco de ternura hacia este chorro enorme poderoso indefenso de humanidad dócilmente apurada con la cruz del confort sobre su frente un poco de imprevista ternura sin raíces digamos por ejemplo hacia una madre equis que ayer en el zoológico de Central Park le decía a su niño con preciosa nostalgia look Johnny this is a cow porque claro no hay vacas entre los rascacielos y otro poco de fe que es mi único folklore para agitar como un pañuelo blanco cuando pasen o simplemente canten las tres clases de seres más vivos de este Norte quiero decir los negros las negras los negritos todos caminan pero yo me he sentado un yanqui de doce años me lustra los zapatos él no sabe que hoy es mi cumpleaños ni siquiera que no es mi verdadero por mi costado pasan todos ellos aaso yo podría ser un dios provisorio que contemplara inerme su rebaño o podría ser un héroe más provisorio aún y disfrutar mis trece minutos estatuarios pero todo está claro y es más dulce más útil sobre todo más dulce reconocer que el tiempo está pasando que está pasando el tiempo y hace ruido y sentirse de una vez para siempre olvidado y tranquilo como un cero a la izquierda. Mario Benedetti Nueva York, 14 de setiembre de 1959 Fuente: http://www.literatura.us/benedetti/hoy.html

sábado, 29 de diciembre de 2012

El sur, cuento de Jorge Luis Borges.





El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Fuente: http://www.apocatastasis.com/borges-el-sur-dahlmann-cuento.php#axzz2GRZVk77J

domingo, 10 de junio de 2012

Katzelmacher (1969)




















Dirección y guión: Rainer Werner Fassbinder, según su obra teatral Fotografía: Dietrich Lohmann (B/N, 35 mm, 1.33:1) Montaje: Rainer Werner Fassbinder Música: Arreglos de Peer Raben sobre la Danza Germana de Schubert, Op.33 No.7, D.783 Dirección artística: Rainer Werner Fassbinder Sonido: Gottfried Hüngsberg Producción: Antiteater-X-Film Coste: 80000 marcos Duración del rodaje: 9 días (agosto 1969) Duración: 88 minutos Fecha de estreno: 8-10-1969, en el Festival de Mannheim Cita de Yaak Karsunke con que da comienzo el film: "Es mejor cometer nuevos errores que convertir los antiguos en habituales"

Intérpretes: Hanna Schygulla (Marie), Lilith Ungerer (Helga), Elga Sorbas (Rosy), Doris Mattes (Gunda), Rainer Werner Fassbinder (Jorgos), Rudolf Waldemar Brem (Paul), Hans Hirschmüller (Erich), Harry Baer (Franz), Peter Moland (Peter), Hannes Gromball (Klaus), Irm Hermann (Elisabeth)...

Premios y nominaciones: Premio de la Academia Alemana de Artes Escénicas. Bundesfilmpreis (Premios del Film Alemán): Premio a la Mejor Película; Premio al Mejor Guión; Premio al conjunto de actrices del Antiteatro compartido con su trabajo en El amor es más frío que la muerte y Dioses de la peste; Premio a la Mejor Fotografía compartido con El amor es más frío que la muerte y Dioses de la peste; Premio en metálico de 250000 marcos a Rainer Werner Fassbinder; Nominación en el año 1989 a un premio especial conmemorativo del Cuarenta Aniversario de la República Federal Alemana.  Festival de Mannheim: Premio Interfilm

La fría, aburrida y monótona vida de un grupo de jóvenes residentes en un suburbio de Munich, con sus pequeños altercados, amoríos y frustraciones cotidianas, se ve amenazada cuando un trabajador inmigrante, el griego Jorgos, alquila una habitación y se gana el afecto de una de las chicas del grupo, lo que provoca en los demás la aparición de sentimientos de odio y rechazo hacia el intruso.

Katzelmacher es el término con que despectivamente se refieren en Alemania a los inmigrantes que proceden de países mediterráneos, equiparando su potencia sexual para la procreación con la capacidad de un gato para engendrar crías (literalmente, puede traducirse como "fabricante de gatitos").

"En esta película, todo parece permanecer en un estado de latencia total. No pasa nada, hasta que el deseo de que pase algo encuentra una salida y una víctima", afirma Hans Günther Pflaum. Efectivamente, los diferentes personajes de esta obra no llevan a cabo ninguna actividad importante: pasan el tiempo sentados en una barandilla, jugando a las cartas en un bar o en la cama con alguien. Solos, en pareja, en grupo, se dedican a mantener conversaciones banales y a intercambiar rumores, se agreden física y verbalmente, se aburren, beben: "Todo transcurre de forma normal, como se supone que debiera ser. Nada marca la diferencia en el aislamiento de ese refugio suburbano de clase media-baja. Solo cuando Jorgos, un griego de Grecia, penetra en ese mundo y con su no entender desencadena la xenofobia, la envidia respecto a su conducta sexual, la agresión contra el extranjero, el síndrome fascista en definitiva, todos despiertan, se liberan de su estado de latencia y le dan una paliza" (Fassbinder).

Esta agresión contra Jorgos no tiene nada que ver con sus características personales: más bien constituye la expresión de las inseguridades, envidias, frustraciones, mediocridades, deseos insatisfechos y anomalías presentes en el sombrío ambiente muniqués antes de su llegada, convirtiéndose el griego en el catalizador, en el chivo expiatorio, en un monstruo contra el que todos, a falta de otras motivaciones, metas y objetivos, dirigen su hostilidad paranoica ("Katzelmacher opone un hombre a una comunidad como si fuera una nación: es un virus que hay que destruir, el semental, el extranjero, el alienígena que contamina en su origen la pureza original. Aquí, el ángulo de mira del tema de la inmigración magnifica el medio y empequeñece la silueta del intruso", Yann Lardeau). Por otra parte, en su segunda película, Fassbinder expone ya de forma implacable cómo las relaciones de propiedad existentes en la sociedad burguesa se extienden a la sexualidad: el inmigrante no solo puede usurpar un puesto de trabajo sino también arrebatarles una chica. Y es que solo la joven Marie es capaz de tener una consideración distinta de él porque siempre mira a los ojos y le dice cosas que otros nunca le dirigen.

El estilo de Katzelmacher significó un punto y aparte tanto en el Nuevo Cine Alemán como respecto a la obra fílmica de su autor: "Nunca la dirección de Fassbinder fue más radical. Pocas veces la visible rigidez de sus películas reflejó de forma tan conscientemente el agarrotamiento emocional de los personajes como en esta ocasión" (H. G. Pflaum). Y lo logró gracias a una cámara que se mantiene inmóvil frente a los caracteres. A lo largo del metraje, como si de un estribillo visual se tratase (reforzado, además, por la pieza para piano de Schubert que suena), las tomas estáticas solo se interrumpen cuando, en varias ocasiones, algunos de los personajes pasean en pareja por una misma y solitaria calle, avanzando frente a la cámara mientras ésta retrocede mediante un largo y lento travelling que, además, no provoca sensación de movimiento alguno: "Es una película hecha completamente a base de tomas fijas. Como sabe todo el mundo, las primeras obras de Fassbinder contaban con un escasísimo presupuesto y pedíamos prestado o alquilábamos todo lo que necesitábamos. Los estudios Baviera nos dejó en aquella ocasión una cámara Arriflex cuya voluminosa cabeza giratoria era muy difícil de mover, y un travelling Fischer, monstruoso trasto grande y pesado que casi tampoco podíamos mover. En Katzelmacher, Rainer y yo hicimos de la necesidad virtud simplemente no moviendo la cámara porque costaba mucho. Nos limitamos, por tanto, a hacer una serie de tomas fijas y eso se convirtió en un principio estilístico" (Dietrich Lohmann, director de fotografía).

Pero el personal estilo del film también reside en la forma minimalista con que se expresan los personajes (palabras de una sílaba, frases simples que responden a primitivos clichés pequeñoburgueses, sentencias) y el peculiar modo tan frío como extrañamente afectado en que declaman: los breves diálogos que tienen lugar en las tomas estáticas que se suceden como si de viñetas se tratasen y que derivan frecuentemente en conversaciones de cariz agresivo e intolerante, transmiten la sensación de ser pequeños poemas en prosa. Braad Thomsen se refiere a ello como poesía dolorosamente silenciada, amplificada por aquellos momentos en que no existe diálogo y los jóvenes se dedican a observar, a acicalarse o sencillamente a poner de manifiesto su incomunicación.

Volviendo a la trama de la película (considerada con razón no ya una de las mejores de su autor sino de la historia de la cinematografía alemana), tras la paliza que propinan a Jorgos, el entorno que le rodea acaba autoconvenciéndose por puro, único y simple interés económico, de que le conviene la presencia de este y otros inmigrantes para explotarlos económicamente y porque conviene al Estado: "La intriga con sabor a fábula del argumento de Katzelmacher demuestra la interdependencia que existe entre el fascismo cotidiano y el mezquino capitalismo burgués", consideró acertadamente el crítico Volker Canaris. Tal y como afirma Christian Braad Thomsen, "si uno pudiera definir esquemáticamente en términos políticos los modelos sociales a los que aspiran los personajes, solo habría dos opciones: una sociedad cuyos comportamientos de grupo tienden al fascismo, o una sociedad sin el concepto de propiedad, donde el amor es puro y bello, que es la que desea Marie ("En Grecia todo es diferente"). Sin moralejas, Fassbinder determina estos dos modelos entre los que uno puede escoger, y en sus films futuros intentará repetidamente mostrar la necesidad y posibilidad de esta segunda vía anarquista".

Fuente:  http://www.rafamorata.com/katzelmacher.html

sábado, 9 de junio de 2012

Amigos mios (1975)














Sinopsis

Cuatro amigos cincuentones, que llevan toda la vida juntos, se pasan el día organizando bromas pesadas para burlarse de los demás. Son el periodista Giorgio Perozzi, perseguido por la reprobación de su hijo y su ex-mujer; el arquitecto Rambaldo Melandri, sensible a los asuntos del corazón; el barman Guido Necchi, propietario del bar en el que el grupo se reúne cada noche; el conde Mascetti, un noble venido a menos, obligado a vivir en un sótano, que no tiene ningún escrúpulo a la hora de alejar a su mujer y su hija para disfrutar de una relación clandestina con su joven amante, Titti. Todos ellos, conscientes de que les ayuda a seguir unidos, recurren a las bromas para prolongar su juventud y defenderse de las penas de la vida. Sin embargo, tras una broma que termina mal, las lesiones que se producen les obligan a pasar una larga temporada en el hospital donde Melandri conoce a Donatella, la mujer del doctor Sassaroli, y se enamora locamente. El tiempo transcurre sin noticias del arquitecto, hasta el día en que, desesperado, reaparece de repente en el bar de Necchi en busca de ayuda: la relación que creía idílica en realidad es muy tumultuosa, también por las injerencias de Sassaroli, que ya se ha convertido en ex-marido de Donatella. Invitados a casa de la pareja para librarse del médico con una broma pesada, en cambio terminan por entenderse con él y con la ayuda de su autoridad convencen a Melandri para que abandone a su difícil mujer y vuelva a divertirse con ellos, libre de toda responsabilidad. Ahora, con el doctor Sassaroli, el grupo ha adquirido un nuevo miembro. Vuelven así a sus bromas, superando los obstáculos de la vida de todos los días, hasta la noche en que Perozzi sufre un infarto que le lleva a la tumba. Sin embargo, en el corazón de los cuatro supervivientes también la muerte adquiere un significado ridículo, recordando el hecho de que se puede vivir y sonreír hasta el último instante.

Ficha técnica
Género                        Comedia
Título Original Amici Miei
Director                       Mario Monicelli
Protagonistas               Philippe Noiret, Ugo Tognazzi, Adolfo Celi, Duilio Del Prete, Gastone Moschin
Año de producción      1975

Fuente:  http://www.cinefis.com.ar/amigos-mios/pelicula/35965