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miércoles, 4 de mayo de 2011

Cuento: Á la carte - Autor: Jeffrey Archer Libro: Jaque Mate - Editorial Grijalbo.

Arthur Hapgood fue desmovilizado el 3 de noviembre de 1946. Al cabo de un mes estaba en su antiguo puesto de trabajo de la fábrica Triumph, en las afueras de Coventry.
Los cinco años pasados en los Sherwood Foresters, cuatro de ellos como furriel destinado en un regimiento de tanques, parecían una premonición de cuál iba a ser el destino de Arthur después de la guerra, pese a que él aspiraba a encontrar una ocupación más satisfactoria. Pero al volver a Inglaterra, no tardó en descubrir que no era tan fácil conseguir trabajo en una «tierra de héroes». Aunque se resistía a volver al trabajo que había desempeñado durante los cinco años que precedieron a la guerra –colocar ruedas en los coches–, después de cuatro semanas en el paro fue de mala gana a Triumph a ver a su antiguo jefe de talleres.
–El puesto es tuyo si lo quieres, Arthur –le aseguró el jefe.
–¿Y el futuro?
–El coche ya no es un juguete para neos excéntricos, ni siquiera una necesidad para el hombre de negocios –le contestó el jefe de talleres. Y prosiguió–: En realidad, la dirección se está preparando para la familia con dos coches».
–Así que necesitarán poner todavía más ruedas –dijo Arthur desolado.
–Eso es lo que queremos.
Arthur firmó el contrato, y al cabo de unos días volvió a ocupar su antiguo puesto de trabajo. Después de todo, como le recordaba a menudo a su mujer, no se precisaba un título de ingeniero para enroscar cuatro tornillos en una rueda cien veces por turno. No tardó en aceptar el hecho de que debía conformarse con un puesto inferior. Sin embargo, no era eso lo que planeaba para su hijo.
Mark había cumplido cinco años y aún no conocía a su padre, pero desde que volvió de la guerra hizo todo lo posible por el chico.

Arthur estaba decidido a que Mark no acabara trabajando en los talleres de una fábrica de coches el resto de su vida. Hacía horas extraordinarias para ganar dinero a fin de que el chico pudiera recibir clases particulares de matemáticas, ciencias e inglés. Sintió recompensados sus esfuerzos cuando el muchacho aprobó el examen de ingreso y consiguió una plaza en el colegio de segunda enseñanza Ring Henry VIII. Su orgullo fue en aumento cuando aprobó los cinco cursos del primer nivel y dos años después, los dos cursos finales.
Arthur procuró disimular su disgusto cuando, el día que Mark cumplió dieciocho años, le comunicó que no quería ir a la universidad.
–¿Qué carrera piensas estudiar ahora, hijo?
–He presentado una solicitud para trabajar contigo en el taller en cuanto acabe el curso.
–Pero ¿por qué...?
–¿Por qué no? Casi todos mis amigos que acaban este curso ya han sido admitidos en Triumph y están deseando empezar.
–Tú estás completamente loco.
–Vamos, papá. El sueldo es bueno y tú has demostrado que siempre puedes ganar más dinero haciendo horas extraordinarias. A mí no me importa trabajar duramente.
–¿Crees que me pasé todos esos años procurando que recibieras una enseñanza de primera para que acabaras como yo, colocando ruedas en los coches toda tu vida? –gritó Arthur.
–Ese no es el único trabajo y tú lo sabes, papá.
–Para entrar allí tendrás que pasar por encima de mi cadáver. Me tiene sin cuidado lo que hagan tus amigos; a mí sólo me importas tú. Podrías ser abogado, contable, oficial del ejército, hasta profesor. ¿Por qué quieres acabar en una fábrica de coches?
–Para empezar, está mejor pagado que dar clases. Mi profesor de francés me dijo una vez que ganaba menos que tú.
–Esa no es la cuestión, hijo...
–Papá, la cuestión es que no puedes esperar que me pase el resto de la vida haciendo un trabajo que no me gusta sólo para satisfacer tus fantasías.
–Mira, no estoy dispuesto a permitir que desperdicies el resto de tu vida –dijo Arthur, levantándose de la mesa del desayuno–. Lo primero que voy a hacer cuando llegue hoy al trabajo es ocuparme de que rechacen tu solicitud.
–Eso no es justo, papá. Tengo derecho a...
Pero su padre ya no estaba en la habitación y se marchó al trabajo sin volver a dirigirle la palabra.
Padre e hijo estuvieron una semana sin hablarse. Finalmente, la madre propuso una solución intermedia. Si Mark conseguía un empleo que contara con la aprobación de su padre y trabajaba un año entero, podría luego, si quería, volver a solicitar el puesto en la fábrica. El padre, por su parte, ya no pondría ningún obstáculo en el camino de su hijo.
Arthur aceptó. Y Mark también, aunque de mala gana.
–Pero sólo si trabajas el año entero –advirtió solemnemente Arthur.
Durante los últimos días de las vacaciones de verano, Arthur sometió varias propuestas a la consideración de Mark, pero el chico no mostró el menor entusiasmo por ninguna de ellas. La madre de Mark estaba bastante nerviosa pensando que al final se quedaría sin trabajo, pero una noche, en la cocina, mientras le ayudaba a pelar patatas para la cena, le confió que trabajar en un hotel le parecía la menos desagradable de todas las posibilidades que había considerado hasta el momento.
–Al menos tendrías un techo sobre la cabeza y comidas regulares aseguradas –comentó la madre.
–Apuesto a que no cocinarán tan bien como tú, mamá –dijo Mark echando las patatas partidas en la cazuela–. De todos modos, sólo será un año.
Durante el mes siguiente, Mark acudió a varias entrevistas en diversos hoteles del país, sin éxito. Entonces su padre descubrió que el antiguo sargento de su compañía era jefe de botones del Savoy, y empezó de inmediato a mover algunos hilos.
–Si el chico es bueno –le aseguró su antiguo compañero de armas mientras tomaba una cerveza– podría llegar a jefe de conserjes, e incluso a director de hotel.
Arthur parecía bastante satisfecho, aunque Mark siguiese diciendo a sus amigos que empezaría a trabajar con ellos al cabo de un año.
El 1 de septiembre de 1959, Arthur y Mark Hapgood fueron juntos en autobús hasta la estación de Coventry. Arthur estrechó la mano del chico y le prometió:
–Tu madre y yo procuraremos que las Navidades de este año, cuando te den el primer permiso, sean unas Navidades especiales. Y no te preocupes. Con Surgen estarás en buenas manos. Te enseñará muchas cosas. Tú procura cumplir siempre como el mejor.
Mark no dijo nada y, al subir al tren, se volvió a su padre y le dirigió una leve sonrisa.
–Nunca lo lamentarás... –fueron las últimas palabras que Mark le oyó decir mientras el tren salía de la estación.
Mark lo lamentó desde el mismo instante en que puso el pie en el hotel.
Como botones principiante, iniciaba la jornada a las seis de la mañana y acababa a las seis de la tarde. Tenía derecho a un descanso de quince minutos a media mañana, otro de cuarenta y cinco minutos para comer y otro de quince minutos hacia la mitad de la tarde. Cuando llevaba un mes trabajando, no podía recordar que le hubieran concedido los tres descansos ni un solo día, y no tardó en comprender que no podía reclamar a nadie. Sus obligaciones consistían en llevar los equipajes de los clientes a sus habitaciones cuando llegaban y bajarlos cuando se iban. Como en el hotel se alojaba una media de trescientas personas por noche, la tarea era interminable. El sueldo resultó ser la mitad de lo que conseguían llevar a casa sus amigos, y como tenía que entregar todas las propinas al jefe de botones, por muchas horas extraordinarias que hiciera, nunca veía un céntimo. La única vez que osó mencionárselo al jefe de botones, recibió esta respuesta:
–Ya te llegará tu hora, chaval.
A Mark no le importaba que le quedara mal el uniforme, ni que su habitación no llegara a los cuatro metros cuadrados y diera a la estación de Charing Cross. Hasta le tenía sin cuidado no recibir una parte de las propinas. Pero sí le preocupaba no poder hacer nada que complaciera al jefe de botones, por más que se esforzara.
El sargento Crann, que en realidad consideraba el Savoy como una prolongación de su antiguo regimiento, no tenía paciencia con los jóvenes a su mando que no habían cumplido el servicio nacional.
–Pero ¡si yo no era apto para el servicio! –insistía Mark–. No llamaron a los nacidos después de 1939.
–No des excusas, chaval.
–No es una excusa, Sargen; es la verdad.
–Y no me llames Sargen. Para ti soy «el sargento Crann», y que no se te olvide.
–Sí, sargento Crann.
Todos los días, al terminar su trabajo, Mark volvía a su minúsculo cuarto, con su silla minúscula y su diminuta cómoda, y se derrumbaba exhausto en la cama minúscula. El único cuadro de la habitación (El caballero risueño) estaba reproducido en el calendario que colgaba sobre la cama. La fecha del 1 de septiembre de 1960 tenía un círculo rojo para recordarle cuándo volvería a casa y podría empezar a trabajar en la fábrica con sus amigos. Todas las noches, antes de dormirse, tachaba el día humillante, como el preso que hace marcas en la pared.
En Navidad, Mark fue cuatro días a casa, y cuando su madre vio el estado general del muchacho intentó convencer al padre para que le permitiera dejar el hotel, pero Arthur se mantuvo inflexible.
–Hicimos un trato. No puedo contar con que le den un trabajo en la fábrica si no es lo bastante responsable como para saber cumplir con su parte de un acuerdo.
En las breves vacaciones, Mark esperaba a sus amigos a la puerta de la fábrica y escuchaba luego sus historias de los fines de semana que pasaban viendo partidos de fútbol, bebiendo en el bar y bailando al ritmo de los Everley Brothers. Todos comprendían su problema y deseaban que llegara septiembre para que empezara a trabajar con ellos.
–Ya quedan pocos meses –le recordó animosamente uno de ellos.
Antes de que pudiera darse cuenta, Mark estaba de nuevo en su trabajo de Londres, donde siguió transportando maletas de mala gana por los pasillos del hotel, un mes detrás de otro.
Cuando amainó la lluvia inglesa, empezó el flujo habitual de turistas americanos. A Mark le gustaban los americanos, que le trataban como a un igual y le daban propinas de un chelín por el mismo servicio que otros clientes hubieran retribuido con seis peniques. Claro que, dieranle lo que le dieran, el sargento Crann proseguía embolsándoselo, con el inevitable: «Ya te llegará tu hora, chaval».
Uno de aquellos americanos, al que Mark atendió diligentemente corriendo de un lado a otro durante su estancia de quince días, le entregó al muchacho un billete de diez chelines al despedirse en la puerta principal de hotel.
–Gracias, señor –le dijo Mark, echando una ojeada para comprobar si el sargento Crann andaba por allí.
–Suéltalo –le dijo Crann, en cuanto el cliente americano ya no podía oírle.
–Precisamente andaba buscándole para dárselo –le dijo Mark, entregando el billete a su superior.
–No estarías pensando quedarte lo que me pertenece legítimamente, ¿verdad?
–No, claro que no. Aunque bien sabe Dios que me lo gané.
–Ya te llegará tu hora, chaval –concluyó el sargento Crann sin pensarlo mucho.
–No me llegará mientras esté mandando alguien tan listo como usted –repuso Mark con aspereza.
–¿Qué has dicho? –preguntó el jefe de botones, volviéndose.
–Ya me ha oído, Sargen.
El bofetón en el oído pilló a Mark por sorpresa.
–Mira, chaval, acabas de quedarte sin trabajo. Nadie, lo que se dice nadie, me habla así, ¿te enteras? –dijo el sargento Crann, se volvió y se dirigió al despacho del director.
El director del hotel, Gerald Drummond, escuchó la versión de los hechos del jefe de botones y llamó inmediatamente a Mark a su despacho.
–Comprenderás que no me dejas más elección que despedirte –fueron sus primeras palabras en cuanto la puerta se cerró.
Mark alzó la vista hacia aquel individuo alto y elegante, con su chaqueta negra larga, el cuello blanco y la corbata negra.
–¿Puedo explicarle lo que ocurrió realmente, señor? –preguntó.
El señor Drummond asintió, y luego escuchó sin interrumpir la versión de Mark de lo ocurrido aquella mañana. Le contó también el acuerdo al que había llegado con su padre.
–Por favor, permítame seguir trabajando las diez últimas semanas –concluyó Mark– o mi padre dirá que no he cumplido mi parte del acuerdo.
–No tengo ningún otro puesto vacante en este momento –alegó el director–. A no ser que estés dispuesto a pasarte diez semanas pelando patatas.
–Haré lo que sea.
–Entonces, preséntate en la cocina mañana por la mañana a las seis. Le diré al tercer cocinero que irás. Pero si el jefe de botones te parece un sargento, espera a conocer a Jacques, nuestro chef de maítre cuisine. Te aseguro que él no te dará un cachete en la oreja; te la cortará.
A Mark le daba igual. Estaba seguro de que durante diez semanas podría aguantar lo que fuera, y a la mañana siguiente a las cinco y media había cambiado su uniforme azul oscuro por una chaqueta blanca y unos pantalones de cuadros azules y blancos, y se presentó a cumplir con sus nuevas obligaciones. Le sorprendió que la cocina ocupara casi todo el sótano del hotel y que allí la actividad fuera mayor aún que en el vestíbulo.
El tercer cocinero le colocó en un rincón de la cocina, junto a una montaña de patatas, un cuenco de agua caliente y un cuchillo afilado. Mark peló hasta la hora del desayuno, de la comida y de la cena, y se quedó dormido nada más echarse en la cama, sin fuerzas ni para tachar el día en el calendario.
Durante la primera semana ni siquiera vio al legendario Jacques. Como trabajaban en la cocina setenta personas, Mark confiaba en que podría pasar completamente inadvertido.
Todos los días empezaba a pelar a las seis, y luego entregaba las patatas a un joven llamado Terry que las partía o las cortaba, a su vez, según las instrucciones del tercer cocinero, para el plato del día. El lunes, salteadas; el martes, en puré; el miércoles, fritas; el jueves, en rodajas; el viernes, asadas; el sábado, para croquetas... Mark no tardó en alcanzar un ritmo diario, y llevaba siempre una buena ventaja a Terry, así que no había ningún problema.
Después de ver a Terry hacer su trabajo durante una semana, Mark estaba seguro de que podría enseñar al joven aprendiz a aligerar su carga facilísimamente, pero decidió mantener la boca cerrada; abrirla sólo podía crearle problemas, y estaba seguro de que el director no le daría una segunda oportunidad.
Pronto descubrió que Terry se atrasaba siempre muchísimo en el pastel de carne con patatas del martes y en el estofado del jueves. De vez en cuando, el tercer cocinero se acercaba a protestar y echaba una ojeada al trabajo de Mark para comprobar si era él quien ocasionaba el retraso. Mark procuraba tener siempre al lado un cubo de repuesto de patatas peladas para evitar las críticas.
El primer jueves de agosto por la mañana (tocaba estofado), Terry se cortó un dedo, el índice. La sangre salpicó todas las patatas cortadas y la mesa de madera, y el chico se puso a gritar histérico.
–¡Llévenselo de aquí! –gritó el chef de maitre couisine por encima del estruendo general.
–Y tú –dijo, señalando a Mark–, limpia todo esto y ponte a cortar las patatas que faltan. Hay todavía ochocientos clientes hambrientos esperando.
–¿Yo? –preguntó Mark, incrédulo–. Es que...
–Sí, tú. No podrías hacerlo peor que ese idiota que se dice aprendiz de cocinero y se corta un dedo.
Y acto seguido desapareció. Mark se acercó de mala gana a la mesa de trabajo de Terry. No estaba dispuesto a discutir mientras el calendario siguiera allí para recordarle que le faltaban solamente veinticinco días.
Mark se puso manos a la obra; lo había hecho muchas veces para su madre. Daba cortes limpios y precisos con una habilidad que Terry no habría ni soñado. Al final del día, aunque agotado, no se sentía tan cansado como siempre.
Aquella noche a las once, el chef de maitre cuisine lanzó su gorro y cruzó con torpeza las puertas de batientes; era la señal de que todos los demás podían irse también en cuanto ordenaran lo que les correspondiera. A los pocos segundos, volvió a abrirse la puerta y apareció el jefe de cocina. Se quedó mirando alrededor mientras todos esperaban a ver lo que hacía. En cuanto dio con lo que estaba buscando, se dirigió directamente a Mark.
«Oh, Dios mío –se dijo Mark–, va a matarme.»
–¿Cómo te llamas? –requirió.
–Mark Hapgood, señor –consiguió farfullar Mark.
–Con las patatas se desperdicia tu habilidad, Mark Hapgood –dijo el chef–. Empieza con las verduras por la mañana. Preséntate a las siete. Si el crétin ese del medio dedo vuelve alguna vez, que se ponga a pelar patatas.
Y, dicho esto, giró sobre sus talones y se fue sin dar tiempo a Mark a replicar.
Le aterraba la idea de tener que pasar tres semanas en medio de aquella cocina, siempre bajo la atenta mirada del chef de maitre cuisine, pero llegó a la conclusión de que no tenía alternativa.
A la mañana siguiente, Mark se presentó a las seis por miedo a llegar tarde y se pasó una hora viendo descargar las verduras frescas del mercado de Covent Garden. El encargado de suministros del hotel comprobó meticulosamente todas las cajas y devolvió algunas antes de firmar un comprobante de que el hotel había recibido más de tres mil libras de hortalizas. La media diaria, según le dijo a Mark.
El chef de maitre cuisine llegó unos minutos antes de las siete y media, comprobó los menús y mandó a Mark limpiar las coles de Bruselas, recortar las judías verdes y quitar las hojas externas y duras de los repollos.
–Pero no sé cómo se hace –le dijo Mark con franqueza.
Se daba cuenta de que los otros aprendices se iban distanciando poco a poco de él.
–Pues yo te enseñaré –gruñó el jefe de cocina–. Quizá lo único que debas aprender es que si quieres ser un buen chef has de saber hacer todos los trabajos de la cocina, incluso pelar patatas.
–Pero yo quiero ser... –empezó a decir Mark, pero lo pensó mejor.
El jefe de cocina parecía no haberle oído. Se sentó a su lado. Todos se quedaron mirando cómo le explicaba las nociones básicas de cortar y partir.
–Y recuerda el dedo del otro idiota –le dijo, completando la lección y pasándole un cuchillo afiladísimo–. El tuyo puede ser el siguiente.
Mark empezó a cortar las zanahorias con cautela, luego las coles de Bruselas, quitando las hojas externas y haciendo una profunda cruz en el tallo. Luego se puso a recortar y partir las judías. De nuevo le resultó bastante fácil adelantarse a los pedidos del chef.
Al acabar el día, cuando el cocinero jefe se fue, Mark se quedó a afilar todos los cuchillos para la mañana siguiente, y dejó su zona de trabajo impecable.
Al sexto día, tras un lacónico cabeceo del chef, Mark comprendió que debía de estar haciéndolo casi bien. Al sábado siguiente, creía dominar ya lo elemental de la preparación de las verduras, y descubrió que cada vez le fascinaba más el trabajo de cocinero. Aunque Jacques rara vez se dirigía a alguien cuando recorría la inmensa cocina, excepto para lanzar un gruñido de aprobación o desaprobación (con más frecuencia lo último), Mark aprendió rápidamente a adelantarse a sus necesidades. En un breve espacio de tiempo, empezó a sentirse parte del equipo, aunque sabía muy bien que era un aprendiz novato.
A la semana siguiente, el día libre del ayudante del chef, permitieron a Mark disponer las verduras preparadas para servirlas, y él dedicó bastante tiempo a dar a los platos un aspecto atractivo además de comestible. El chef no sólo se fijó en ello sino que llegó incluso a musitar su máximo elogio: Bon.
Durante sus tres últimas semanas en el Savoy, Mark ni siquiera miró el calendario de la cabecera de su cama.
Un jueves por la mañana, el director mandó recado a Mark de que se presentara en su despacho en cuanto pudiera. Mark había olvidado completamente que era 31 de agosto, su último día. Cortó en cuartos diez limones, y acabó de preparar los cuarenta platos de salmón ahumado en lonchas finas que completarían el primer servicio de un banquete de boda. Contempló su obra con orgullo, y luego se quitó el delantal y lo dobló, disponiéndose a ir a recoger sus papeles y la liquidación final.
–¿Dónde vas tú? –le preguntó el chef alzando la vista.
–Me marcho –dijo Mark–. Vuelvo a Coventry.
–Hasta el lunes, entonces. Te mereces el descanso.
–No; me voy a casa definitivamente.
El chef dejó de revisar las tajadas de carne de vacuno poco hecha que constituían el segundo plato del banquete nupcial.
–¿Cómo? –dijo, como si no entendiera.
–Sí. He acabado mi año aquí y ahora vuelvo a casa a trabajar.
–Espero que encuentres un hotel de primera clase –dijo el chef con sinceridad.
–No voy a trabajar en un hotel.
–¿En un restaurante, quizá?
–No, voy a conseguir un trabajo en Triumph.
El chef parecía perplejo, como si no entendiera si se debía a su inglés o a que el chico se estaba burlando de él.
–¿Qué es... Triumph?
–Un sitio donde fabrican coches.
–¿Fabricarás coches?
–No todo el coche, pero colocaré las ruedas.
–¿Colocarás coches en las ruedas? –preguntó el chef incrédulo.
–No. –Mark se echó a reír–. Ruedas en los coches.
El chef seguía confuso.
–¿Así que cocinarás para los obreros de los coches?
–No. Como le he explicado, voy a colocar las ruedas en los coches –dijo Mark lentamente, pronunciando con claridad todas la palabras.
–Eso no es posible.
–Oh, claro que lo es. Y he esperado todo un año para demostrarlo.
–Si yo te ofreciera trabajo como ayudante de cocina, ¿cambiarías de idea? –le preguntó quedamente.
–¿Y por qué iba a hacerlo?
–Porque tienes talento en esos dedos. Creo que con el tiempo serías un buen cocinero, hasta puede que un buen chef.
–No, gracias. Me vuelvo a Coventry con mis amigos.
El cocinero jefe se encogió de hombros.
– Tant pis –dijo, y volvió sin más a la carne. Echó un vistazo a los platos de salmón ahumado–. Un talento desperdiciado –añadió, cuando la puerta de batientes se cerró tras su posible protegido.
Mark cerró su habitación con llave, tiró el calendario a la papelera y regresó al hotel para devolver a la encargada su ropa de cocina. Finalmente, entregó la llave de su habitación al subencargado.
–El sobre de su salario, las tarjetas y la liquidación de impuestos. Ah, el jefe de cocina ha telefoneado para decir que le gustaría darle referencias –dijo el subencargado–. Eso no ocurre todos los días, la verdad.
–Donde yo voy no necesito referencias. Pero gracias, de todos modos.
Se encaminó a buen paso a la estación, con el raído maletín balanceándose a su lado, y descubrió que cada paso era más largo. Cuando llegó a Euston, se dirigió al andén 7 y se puso a caminar arriba y abajo, mirando de vez en cuando el gran reloj del vestíbulo de taquillas. Vio salir primero un tren hacia Coventry y luego otro. Se dio cuenta de que la estación empezaba a quedarse a oscuras al filtrarse las sombras por la marquesina de cristal en la sala de espera. De pronto, dio la vuelta y salió de allí más de prisa aún de lo que había llegado. Si se apresuraba, todavía llegaría a tiempo de ayudar al cocinero jefe a preparar la cena de aquella noche.

Mark aprendió a las órdenes de Jacques le Renneu durante cinco años. Pasó de las verduras a las salsas, del pescado a la volatería, de las carnes a la repostería. Al cabo de ocho años en el Savoy, era segundo chef y había aprendido tanto de su mentor, que los clientes habituales ya no podían determinar cuándo era el día libre del chef de maitre cuisine. Unos dos años más tarde, Mark era maestro cocinero; y cuando en 1971 a Jacques le ofrecieron hacerse cargo de las cocinas del George Cinq de París (local que es en París lo que Harrods en Londres), aceptó con la única condición de que le acompañara Mark.
–Está en dirección contraria de Coventry –le advirtió Jacques–. De todas formas, seguro que te ofrecen mi puesto en el Savoy.
–Creo que tendré que ir, porque si no esos gabachos no llegarán a disfrutar nunca de una comida decente.
–Esos gabachos –dijo Jacques– percibirán siempre cuándo es mi día libre.
–Sí, y acudirán en mucho mayor número –replicó Mark riéndose.
Muy pronto los parisinos acudían en tropel al George Cinq, no a reposar sus cansadas cabezas, sino a degustar los platos preparados por el equipo de los dos cocineros.
Cuando Jacques celebró su sesenta y cinco aniversario, el gran hotel no tuvo que buscar mucho para nombrarle sucesor.
–El primer inglés que es chef de maitre cuisine en el George Cinq –comentó Jacques, alzando la copa de champaña, en su banquete de despedida–. ¿Quién iba a pensarlo? Pero para conservar el puesto tendrás que cambiar tu nombre por el de Marc.
–No ocurrirá nunca ni lo uno ni lo otro –contestó Mark.
–Desde luego que sí, porque te he recomendado yo.
–Entonces renunciaré.
–¿Para irte a poner coches en las ruedas, peutétre? –preguntó Jacques, burlón.
–No, es que he encontrado un pequeño restaurante en la orilla izquierda. Con mis ahorros no podré permitirme el alquiler, pero con tu ayuda...
El 1 de mayo de 1982, se inauguró Chez Jacques, en la Rué du Plaisir, en la orilla izquierda. Los clientes del George Cinq no tardaron mucho en cambiar de lugar.
La fama de Mark aumentó cuando los dos cocineros sentaron las bases de la nouvelle cuisine. Al poco tiempo, sólo las estrellas de cine y los ministros del Gobierno podían conseguir mesa en el restaurante con menos de tres semanas de antelación.
El día que Michelin concedió a Chez Jacques la tercera estrella, Mark, con la bendición de Jacques, decidió abrir otro restaurante. La prensa y los clientes discutían sobre cuál de los dos locales era mejor. Las hojas de reservas indicaban claramente que para el público no había diferencia.
Cuando en octubre de 1986 murió Jacques, a los setenta y un años, un crítico del ramo escribió que seguramente bajaría el nivel. Un año más tarde, el mismo periodista hubo de admitir que uno de los cinco mejores cocineros de Francia era de una población de la región central de Gran Bretaña que los franceses ni siquiera podían pronunciar.
La muerte de Jacques hizo a Mark añorar más su tierra, y cuando leyó en el Daily Telegraph que iba a construirse una nueva urbanización en Covent Garden llamó al agente pidiendo más detalles.
Mark abrió su tercer restaurante en el corazón de Londres el 11 de febrero de 1987.

A lo largo de los años, Mark había ido regularmente a ver a sus padres a Coventry. Aunque hacía mucho que su padre se había jubilado, Mark nunca consiguió que fueran a París a probar su cocina. Esperaba que lo hicieran ahora que había abierto un restaurante en la capital de su país.
–No necesitamos ir a Londres –dijo su madre mientras ponía la mesa–. Siempre que vienes a casa cocinas para nosotros, y estamos al tanto de tus éxitos por los periódicos. Además, tu padre no se encuentra nada bien últimamente.
–¿Cómo llamas a esto, hijo? –preguntó su padre unos minutos después, cuando le puso delante noisette de cordero con guarnición de zanahorias tiernas.
–Nouvelle cuisine.
–¿Y la gente paga por eso?
Mark se echó a reír, y al día siguiente preparó el estofado de Lancaster preferido de su padre.
–Esto es una comida de verdad –dijo Arthur después de la tercera ración–. Te diré una cosa sin cobrarte nada, muchacho. Cocinas casi tan bien como tu madre.
Un año después, Michelin hizo público el nombre de los restaurantes de todo el mundo que habían sido galardonados con su codiciada tercera estrella. The Times comunicó a sus lectores en primera plana que Chez Jacques era el primer restaurante inglés al que se concedía ese honor.
Para celebrarlo, los padres de Mark aceptaron por fin hacer el viaje a Londres, pero sólo después de recibir un telegrama de Mark en el que les decía que estaba reconsiderando aquel trabajo en la British Leyland. Envió un coche a recogerles y les instaló en una suite del Savoy. Aquella noche reservó a su nombre la mejor mesa de Chez Jacques.
Ni la sopa de verduras, ni el bistec, ni el pastel de riñones, ni la tarta corriente como postre figuraban aquella noche en la carta, pero ésa fue la cena que se sirvió a los invitados especiales de la mesa 17.
Bajo los efectos del vino más exquisito, Arthur no tardó en romper a parlotear, encantado, con todo el que le escuchaba, y no pudo resistir la tentación de decirle al camarero jefe que su hijo era el dueño del restaurante.
–No seas tonto, Arthur –le dijo su esposa–. Él ya lo sabe.
–Una pareja agradable, sus padres –comentó el jefe de camareros a Mark, después de servirles café y dar un puro a Arthur–. ¿A qué se dedicaba su viejo antes de jubilarse? ¿Banquero, abogado, profesor?
–Oh no, nada de eso –dijo tranquilamente Mark–. Se pasó toda su vida laboral colocando ruedas de coches.
–Pero ¿por qué malgastó el tiempo haciendo eso? –preguntó el camarero, incrédulo.
–Porque no tuvo la suerte de tener un padre como el mío –repuso Mark.

Decime cuál cuál cuál es tu nombre

Domingo, 15 de febrero de 2004

La diversidad y peculiaridad de los nombres con que muchos uruguayos
deciden anotar a sus hijos son un caso que no sólo cruza el charco sino que desde hace tiempo captura la atención internacional. Radar se sumergió en la guía telefónica oriental y encontró mucho más que Washingtons y Franklins: Flash, Pejerto, Dulce, Teléfono, Filete, Arbol, Nestos Odio Papito, Esmédico, Democrático Palmera, Leo Dan, Potranca Ruana, Amada Inglaterra, Tocayo, Circuncisión, Feo Lindo, Roy Rogers, Walt Disney, Daniel Pistola y Libre Albedrío, entre otros. No contento con el resultado, molestó a un puñado de vecinos rioplatenses para que explicaran las vicisitudes de llamarse Marca Registrada, Sarli, Arbol, Hitler y Desdichado. Y contestaron.

Por Leonardo Haberkorn

Los argentinos suelen asombrarse de los nombres de los uruguayos, y motivos no les faltan. El acervo patronímico oriental ha despertado la curiosidad a lo largo de los años, en el propio Uruguay y en el extranjero.
El primer gran investigador de esta materia fue el médico Roberto Jorge Bouton, que recorrió Uruguay ejerciendo su profesión entre 1913 y 1930. La Revista Histórica, que editaba del Museo Histórico Nacional, publicó en 1958 un trabajo de Bouton que, entre relatos de costumbres y tradiciones camperas, recoge una increíble relación de nombres de personas que él mismo trató. La nómina incluye a los uruguayos Tránsito Caballero, Tresfilos Tabáres, Vinobien Valdenegro, Preciosísima Del Campo, Ermitaña Del Valle, Amigo Blanco, Firmo Aldecoa, Capataz Sotelo, Canuto Arredondo y Subterránea Gadea.
Bouton nombra también a un joven llamado Lazo de Amor Pintos y al señor Felino Valiente. También da cuenta de un hombre bautizado Ciérrense las Velaciones y del tierno caso del señor Caricias de la Quintana, que luego llamó a sus hijos Arador, Enamorado y Mensajero, y a sus hijas Bella y Pasión.
Pero quien piense que estos nombres son cosa del pasado se equivoca. En la última edición de la guía telefónica nacional figuran uruguayos con varios de los nombres que un siglo atrás sorprendieron a Bouton. Allí están Francisco Felino López, Canuto Abreo, Aguinaldo Dupetit, Tranquilo Parolín, Esclavitud Sánchez, América Heroica Llano, Gloria del Tránsito Ortiz y Dólar Anito Marr, por citar sólo algunos.
Lo cierto es que los nombres raros están en cada esquina de este país y siempre parece haber lugar para una nueva sorpresa. En septiembre, a raíz de una huelga, el Ministerio de Salud Publica publicó una lista de funcionarios intimados a reintegrarse al trabajo. Allí figuraban, entre otros, Elpidio Fernández, Oheflec Duarte y Marcos Simbad Delfino. Pitaluga, un conocido dirigente político y ex diputado, lleva el curioso nombre de Lucas Delirio.
En realidad, la variedad es infinita. Un integrante de la Corte Electoral proporcionó una lista de increíbles nombres de ciudadanos registrados en esa oficina, con la condición de no citar sus apellidos. Allí figuran uruguayos llamados Flash, Pejerto, Dulce, No Me Olvides, Teléfono, Filete, Flor de té, Arbol, Oxígeno, Horina, Flor de un día, Dos a uno, Nestos Odio Papito, Esmédico, Democrático Palmera, Potranca Ruana, Chupita, Amada Inglaterra, Julio Treintayuno, Tocayo, Banda Oriental, Circuncisión, Feo Lindo, Sol y Luz, Daniel Pistola y Libre Albedrío.
Y estos nombres tampoco son un asunto de tiempos idos. Y si no, que lo diga Arbol Santos, un montevideano que debe su nombre a la pasión de sus padres por las maravillas naturales.
“Mis padres sentían una gran admiración por la naturaleza y un asombro por todo lo que un árbol puede dar a cambio de un lugar y un poco de agua”, dice Arbol. “Y además tuvieron la decisión y el coraje de ponerle a un hijo este nombre”.
Arbol tiene dos hermanas, cuyos nombres también homenajean lo natural: Rocío y Luz Honor. Y según la guía telefónica, Arbol Santos no está solo en Uruguay: tiene un casi tocayo en Salto: Arbol Marques.

Novelas e historietas
¿Cuál es el origen de estos nombres? Al parecer no hay una única explicación. Miles de uruguayos deben sus insólitas gracias a la costumbre –muy en desuso hoy– de bautizar al recién llegado con el nombre del santo de la fecha. Tal es el caso de Areopajita Beltrán, citado por Bouton, o de Arehopajita Carballo, nacido en Aceguá, en 1923. Este extraño nombre se debe a San Dionisio Areopagita, un integrante del Areópago, un tribunal de la antigua Grecia, que fue convertido al cristianismo por San Pablo y luego canonizado. En la guía de teléfonos de Uruguay todavía hoy figura una señora Dionicia Areopagita Fernández.
Las novelas que apasionaron a algunos padres son responsables de otra buena parte de nombres insólitos. Bouton cita el caso de una mujer que le puso a su hija Misterfanoche y cuando le preguntó por el origen del extravagante nombre, le respondió: “Es una novela que leí hace mucho tiempo”. Hoy en la guía telefónica abundan las Blancanieves y figura D’Artagnan Carballo. También consta en una partida de nacimiento que en Río Branco fue inscripto el niño Aladino Pereira.
Desdichado Cortés es un montevideano de 72 años que debe su nombre a que sus padres adoraron la novela Genoveva de Bravante, de C. Schmidt. Le pusieron a sus hijos los nombres de tres de los protagonistas: Salvador, Sigifredo y Desdichado, el hijo de Genoveva que nace en un calabozo. “Es una novela muy linda”, dice hoy Desdichado. “Yo la tuve, la perdí y ahora siempre la estoy buscando, pero ya no se consigue”, lamenta.
Claro que los padres uruguayos no han leído sólo novelas... también están los fanáticos de las historietas. Así, el 24 de enero de 1956 fue inscripto en Paso de los Toros el niño Roy Rogers Pereira. Y en 1996, la revista Tres entrevistó a un empleado de la telefónica Antel llamado Walt Disney De los Santos.
Walt Disney explicó entonces que su padre era un policía que leía muchas revistas del ratón Mickey. Y relató que tuvo que sacar su nombre de la guía de teléfonos: “Me llamaban mucho, principalmente chiquilines”.

Homenaje a la Coca
También el cine ha sido fuente de inspiración para muchos padres uruguayos.
El trisemanario Atlas de la ciudad de Melo publicó en 1996 el edicto de casamiento de un panadero llamado Glen Ford Silva. Y en Montevideo vive una mujer de apellido Obelar, bautizada con el nombre Isabel Sarli hace 33 años. “Mi papá estaba enamorado de la artista, por eso me puso Isabel Sarli”, explica la señora Obelar. Tan enamorado estaba su padre que, para que no quedaran dudas de la intención de su homenaje, nunca llamó a su hija por su primer nombre, Isabel, sino por el segundo, Sarli. “Mi papá siempre me llamó Sarli y así me llaman todos hoy. La gente siempre se admira de mi nombre”, agrega Obelar.
Ella, a su vez, llamó a su hija Lorena Paola, salvando las distancias. Es que el cine, la televisión y la música argentina han dejado una profunda huella en la nomenclatura uruguaya. Hoy existen unos cuantos orientales llamados Leo Dan o Leodán, nacidos en pleno auge del Club del Clan.
Otros nombres tienen un origen más asombroso, como el de muchos uruguayos llamados Trademar o Trademark.
Trademar Silvera relató su caso en la ya citada nota de la revista Tres. “Soy criado en las costas del río Yaguarón. Mi padre tenía un almacén y contrabandeaba de Brasil. Un día trajo latas de guayabada –un dulce brasileño– que decían “trade mark”, que en inglés quiere decir marca registrada. Mi madre la vio, estaba esperando y dijo: “Si es varón le voy a poner Trademark. Y bueno, cuando me fueron a inscribir, el juez les dijo que era mejor sacar la “k”. Vamos a dejarlo Trademar, les dijo y ellos aceptaron”.
Silvera se llevó la mayor sorpresa de su vida el día que en una oficina pública se encontró con un tocayo. Pero se puede decir que no fue un hecho tan excepcional, si tomamos en cuenta que hoy en la guía de teléfonos hay cinco Trademar y un Trademark.
Otros nombres son inexplicables, salvo desde un extraño sentido del humor. Es el caso del niño de apellido Leche, anotado con el nombre de Tomás en el Registro Civil el 15 de mayo de 1951. O el del difunto cuyoaviso fúnebre atesora el periodista Homero Alsina Thevenet en una colección de desopilantes recortes: el señor Perfecto Gil.
Hitler de izquierda
La geografía ha sido otra fuente de inspiración para los papás de los recién nacidos de este país. Muchos uruguayos llevan nombre de ríos, países y ciudades. Consta en textos de estudio de Derecho el trámite de rectificación de su partida de nacimiento que hizo una señora bautizada Barcelona. Más raro es el caso de una jueza que se llama Addis Abeba Martínez y que ha declarado desconocer por qué su padre la llamó como la capital de Etiopía.
Otra conocida afición oriental ha sido el homenajear en el nombre de sus hijos a próceres y prohombres varios. Miles de orientales se llaman Washington, Franklin, Lincoln, Schubert, Darwin, Artigas o Napoleón. Beethoven Javier y Voltaire García fueron futbolistas de renombre que hoy son directores técnicos. En la guía de teléfonos no faltan los Kennedy y los Eisenhower; los Spencer, los Hohberg y los Luis Artime. Y en Pando, el 22 de enero de 1952, fue anotado el niño Carlitos Gardel Hernández.
Claro que hay homenajes de gusto mucho más dudoso. Tal es el caso del señor Hitler Aguirre, un comerciante de Tacuarembó.
“Yo nací en el 40, cuando la guerra. Mi padre y mi tío se pasaban discutiendo: mi padre decía que Hitler era mejor que Mussolini, mi tío decía que Mussolini era mejor que Hitler. Al final mi padre me puso Hitler a mí y mi tío le puso Mussolini a mi primo”, cuenta Aguirre.
Puede decirse que el Hitler uruguayo es el primer Hitler de izquierda en el mundo. En 1971 votó al Frente Amplio y dos años después, cuando sobrevino la dictadura militar, pagó ese pecado con 50 días de cárcel y una inspección impositiva que arruinó el comercio que tenía en aquellos años. Se refugió 27 años en el campo y hoy, de vuelta en la actividad comercial, ya tiene decidido volver a votar al Frente Amplio: “Ya hemos pasado cien años con gobiernos blancos y colorados, ahora hay que probar otra cosa ¿no?”, explica.
Pero tales “ideas extrañas” no impidieron que cuando, hace 35 años nació su primer hijo, también le pusiera de nombre Hitler.
¿Y qué dice su hijo del nombre que le puso?
No dice nada. “Nunca me dijo nada, ni sé si le gusta o si no le gusta”.
De todos modos, en la batalla de los nombres, queda claro dónde estaban las mayores simpatías de los uruguayos durante la Segunda Guerra Mundial. Mientras en la guía telefónica de todo el país figuran apenas un Hitler y un Mussolini, al mismo tiempo hay dos José Stalin, ocho Stalin a secas, un Stalingrado y nueve Churchill o Winston Churchill.

Balance complicado
Muchos de estos nombres se conocen gracias a que algunos funcionarios del Registro Civil llevan años fotocopiando y atesorando para sí mismos algunas de las partidas de nacimientos, casamientos y fallecimientos más increíbles. Así se han inmortalizado los nombres de Nicanor Clandestino Costa, Gaucho Puntiador Techera, Gaucho Carolino Acevedo, Caerte Freire, Pepa Colorada Casas, Selamira Godoy, Termo Piccinini o Johnny Dolars Aguilera.
También se sabe que el 13 de julio de 1936 fue inscripto en Tacuarembó el niño Juan Antonio Nicasio Francisco Manuel Antonio Bernardo Mario Héctor César Higinio Molotov Gorki Iglesias Largo Abayubá Yamandú Zapicán Cajals Engels, de apellido Seoane.
Es que la ley uruguaya no pone límites a la cantidad de nombres que puede recibir un niño, ni tampoco coarta la libertad de los padres. Sin embargo, el Registro Civil, en los últimos años, ha comenzado a rechazarlos nombres que pueden ser considerados denigrantes para la persona que los recibe.
Claro que nunca se sabe cómo alguien tomará el nombre que le regalan sus padres. A Hitler Aguirre, por ejemplo, cuando comenzó a ir al liceo todos los profesores querían cambiarle el nombre a toda costa. “¡Qué esperanza!”, les dije. “Si mi padre quiso para mí ese nombre, yo no me lo voy a cambiar”.
Algo parecido le pasó a Desdichado Cortés. Un primo de su padre era juez de paz y le ofreció hacerle sencillo y económico el largo trámite necesario para cambiarse el nombre. “Yo tenía 20 años y le dije que me dejara pensarlo unos días. Lo pensé mucho y llegué a la conclusión que yo iba a ser el mismo, con este nombre o con cualquier otro. Y me lo dejé. Ahora me gusta, creo que debo ser el único”.
Arbol Santos ha reflexionado mucho en su nombre y se nota. “Tener un nombre así te fortalece, pero también te genera una sensación de sentirte siempre distinto. Es difícil evaluar el efecto total de llevar un nombre tan raro. Yo creo que el balance tira a positivo, pero no dejo de reconocer que tiene un lado muy complicado”.
Por las dudas, cuando nacieron sus hijos, Arbol les puso nombres bien sencillos.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-1233.html