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domingo, 13 de julio de 2014

El impostor inverosímil Tom Castro - Jorge Luis Borges



 



























            Ese nombre le doy porque bajo ese nombre lo conocieron por calles y por casas de Talcahuano, de Santiago de Chile y de Valparaíso, hacia 1850, y es justo que lo asuma otra vez, ahora que retorna a estas tierras —siquiera en calidad de mero fantasma y de pasatiempo del sábado1. El registro de nacimiento de Wapping lo llama Arthur Orton y lo inscribe en la fecha 7 de junio de 1834. Sabemos que era hijo de un carnicero, que su infancia conoció la miseria insípida de los barrios bajos de Londres y que sintió el llamado del mar. El hecho no es insólito. Run away to sea, huir al mar, es la rotura inglesa tradicional de la autoridad de los padres, la iniciación heroica. La geografía la recomienda y aun la Escritura (Salmos, 107): Los que bajan en barcas a la mar, los que comercian en las grandes aguas; ésos ven las obras de Dios y sus maravillas en el abismo. Orton huyó de su deplorable suburbio color rosa tiznado y bajó en un barco a la mar y contempló con el habitual desengaño la Cruz del Sur, y desertó en el puerto de Valparaíso. Era persona de una sosegada idiotez. Lógicamente, hubiera podido (y debido) morirse de hambre, pero su confusa jovialidad, su permanente sonrisa y su mansedumbre infinita le conciliaron el favor de cierta familia de Castro, cuyo nombre adoptó. De ese episodio sudamericano no quedan huellas, pero su gratitud no decayó, puesto que en 1861 reaparece en Australia, siempre con ese nombre: Tom Castro. En Sydney conoció a un tal Bogle, un negro sirviente. Bogle, sin ser hermoso, tenía ese aire reposado y monumental, esa solidez como de obra de ingeniería que tiene el hombre negro entrado en años, en carnes y en autoridad. Tenía una segunda condición, que determinados manuales de etnografía han negado a su raza: la ocurrencia genial. Ya veremos luego la prueba. Era un varón morigerado y decente, con los antiguos apetitos africanos muy corregidos por el uso y abuso del calvinismo. Fuera de las visitas del dios (que describiremos después) era absolutamente normal, sin otra irregularidad que un pudoroso y largo temor que lo demoraba en las bocacalles, recelando del Este, del Oeste, del Sur y del Norte, del violento vehículo que daría fin a sus días.
            Orton lo vio un atardecer en una desmantelada esquina de Sydney, creándose decisión para sortear la imaginaria muerte. Al rato largo de mirarlo le ofreció el brazo y atravesaron asombrados los dos la calle inofensiva. Desde ese instante de un atardecer ya difunto, un protectorado se estableció: el del negro inseguro y monumental sobre el obeso tarambana de Wapping. En setiembre de 1865, ambos leyeron en un diario local un desolado aviso.

 El idolatrado hombre muerto

 

            En las postrimerías de abril de 1854 (mientras Orton provocaba las efusiones de la hospitalidad chilena, amplia como sus patios) naufragó en aguas del Atlántico el vapor Mermaid, procedente de Río de Janeiro, con rumbo a Liverpool. Entre los que perecieron estaba Roger Charles Tichborne, militar inglés criado en Francia, mayorazgo de una de las principales familias católicas de Inglaterra. Parece inverosímil, pero la muerte de ese joven afrancesado, que hablaba inglés con el más fino acento de París y despertaba ese incomparable rencor que sólo causan la inteligencia, la gracia y la pedantería francesas, fue un acontecimiento trascendental en el destino de Orton, que jamás lo había visto. Lady Tichborne, horrorizada madre de Roger, rehusó creer en su muerte y publicó desconsolados avisos en los periódicos de más amplia circulación. Uno de esos avisos cayó en las blandas manos funerarias del negro Bogle, que concibió un proyecto genial.

 Las virtudes de la disparidad

 

            Tichborne era un esbelto caballero de aire envainado, con los rasgos agudos, la tez morena, el pelo negro y lacio, los ojos vivos y la palabra de una precisión ya molesta; Orton era un palurdo desbordante, de vasto abdomen, rasgos de una infinita vaguedad, cutis que tiraba a pecoso, pelo ensortijado castaño, ojos dormilones y conversación ausente o borrosa. Bogle inventó que el deber de Orton era embarcarse en el primer vapor para Europa y satisfacer la esperanza de Lady Tichborne, declarando ser su hijo. El proyecto era de una insensata ingeniosidad. Busco un fácil ejemplo. Si un impostor en 1914 hubiera pretendido hacerse pasar por el Emperador de Alemania, lo primero que habría falsificado serían los bigotes ascendentes, el brazo muerto, el entrecejo autoritario, la capa gris, el ilustre pecho condecorado y el alto yelmo. Bogle era más sutil: hubiera presentado un kaiser lampiño, ajeno de atributos militares y de águilas honrosas y con el brazo izquierdo en un estado de indudable salud. No precisamos la metáfora; nos consta que presentó un Tichborne fofo, con sonrisa amable de imbécil, pelo castaño y una inmejorable ignorancia del idioma francés. Bogle sabía que un facsímil perfecto del anhelado Roger Charles Tichborne era de imposible obtención. Sabía también que todas las similitudes logradas no harían otra cosa que destacar ciertas diferencias inevitables. Renunció, pues, a todo parecido. Intuyó que la enorme ineptitud de la pretensión sería una convincente prueba de que no se trataba de un fraude, que nunca hubiera descubierto de ese modo flagrante los rasgos más sencillos de convicción. No hay que olvidar tampoco la colaboración todopoderosa del tiempo: catorce años de hemisferio austral y de azar pueden cambiar a un hombre.
            Otra razón fundamental: Los repetidos e insensatos avisos de Lady Tichborne demostraban su plena seguridad de que Roger Charles no había muerto, su voluntad de reconocerlo.

 El encuentro

 

            Tom Castro, siempre servicial, escribió a Lady Tichborne. Para fundar su identidad invocó la prueba fehaciente de dos lunares ubicados en la tetilla izquierda y de aquel episodio de su niñez, tan afligente pero por lo mismo tan memorable, en que lo acometió un enjambre de abejas. La comunicación era breve y a semejanza de Tom Castro y de Bogle, prescindía de escrúpulos ortográficos. En la imponente soledad de un hotel de París, la dama la leyó y la releyó con lágrimas felices y en pocos días encontró los recuerdos que le pedía su hijo.
            El 16 de enero de 1867, Roger Charles Tichborne se anunció en ese hotel. Lo precedió su respetuoso sirviente, Ebenezer Bogle. El día de invierno era de muchísimo sol; los ojos fatigados de Lady Tichborne estaban velados de llanto. El negro abrió de par en par las ventanas. La luz hizo de máscara: la madre reconoció al hijo pródigo y le franqueó su abrazo. Ahora que de veras lo tenía, podía prescindir del diario y las cartas que él le mandó desde el Brasil: meros reflejos adorados que habían alimentado su soledad de catorce años lóbregos. Se las devolvía con orgullo: ni una faltaba.
 Bogle sonrió con toda discreción: ya tenía dónde documentarse el plácido fantasma de Roger Charles.

 Ad majorem dei gloriam

 

            Ese reconocimiento dichoso —que parece cumplir una tradición de las tragedias clásicas— debió coronar esta historia, dejando tres felicidades aseguradas o a lo menos probables: la de la madre verdadera, la del hijo apócrifo y tolerante, la del conspirador recompensado por la apoteosis providencial de su industria. El Destino (tal es el nombre que aplicamos a la infinita operación incesante de millares de causas entreveradas) no lo resolvió así. Lady Tichborne murió en 1870 y los parientes entablaron querella contra Arthur Orton por usurpación de estado civil. Desprovistos de lágrimas y de soledad, pero no de codicia, jamás creyeron en el obeso y casi analfabeto hijo pródigo que resurgió tan intempestivamente de Australia. Orton contaba con el apoyo de los innumerables acreedores que habían determinado que él era Tichborne, para que pudiera pagarles.
            Asimismo contaba con la amistad del abogado de la familia, Edward Hopkins, y con la del anticuario Francis J. Baigent. Ello no bastaba, con todo. Bogle pensó que para ganar la partida era imprescindible el favor de una fuerte corriente popular. Requirió el sombrero de copa y el decente paraguas y fue a buscar inspiración por las decorosas calles de Londres. Era el atardecer; Bogle vagó hasta que una luna del color de la miel se duplicó en el agua rectangular de las fuentes públicas. El dios lo visitó. Bogle chistó a un carruaje y se hizo conducir al departamento del anticuario Baigent. Éste mandó una larga carta al Times, que aseguraba que el supuesto Tichborne era un descarado impostor. La firmaba el padre Goudron, de la Sociedad de Jesús. Otras denuncias igualmente papistas la sucedieron. Su efecto fue inmediato: las buenas gentes no dejaron de adivinar que Sir Roger Charles era blanco de un complot abominable de los jesuitas.

 El carruaje

 

            Ciento noventa días duró el proceso. Alrededor de cien testigos prestaron fe de que el acusado era Tichborne—entre ellos, cuatro compañeros de armas del regimiento seis de dragones. Sus partidarios no cesaban de repetir que no era un impostor, ya que de haberlo sido hubiera procurado remedar los retratos juveniles de su modelo. Además, Lady Tichborne lo había reconocido y es evidente que una madre no se equivoca. Todo iba bien, o más o menos bien, hasta que una antigua querida de Orton compareció ante el tribunal para declarar. Bogle no se inmutó con esa pérfida maniobra de los "parientes"; requirió galera y paraguas y fue a implorar una tercera iluminación por las decorosas calles de Londres. No sabremos nunca si la encontró. Poco antes de llegar a Primrose Hill lo alcanzó el terrible vehículo que desde el fondo de los años lo perseguía. Bogle lo vio venir, lanzó un grito, pero no atinó con la salvación. Fue proyectado con violencia contra las piedras. Los marcadores cascos del jamelgo le partieron el cráneo.

 El espectro

 

            Tom Castro era el fantasma de Tichborne, pero un pobre fantasma habitado por el genio de Bogle. Cuando le dijeron que éste había muerto se aniquiló. Siguió mintiendo, pero con escaso entusiasmo y con disparatadas contradicciones. Era fácil prever el fin.
            El 27 de febrero de 1874, Arthur Orton (alias) Tom Castro fue condenado a catorce años de trabajos forzados. En la cárcel se hizo querer; era su oficio. Su comportamiento ejemplar le valió una rebaja de cuatro años. Cuando esa hospitalidad final lo dejó —la de la prisión— recorrió las aldeas y los centros del Reino Unido, pronunciando pequeñas conferencias en las que declaraba su inocencia o afirmaba su culpa. Su modestia y su anhelo de agradar eran tan duraderos que muchas noches comenzó por defensa y acabó por confesión, siempre al servicio de las inclinaciones del público.
            El 2 de abril de 1898 murió.











































jueves, 10 de julio de 2014

El milagro - JUAN BOLEA






























JUAN BOLEA, periodista y escritor. Nació en Cádiz en 1959, pero reside en Zaragoza. Se dedicó a la política antes que a la prosa. Su última novela, El manager, muestra el gusto del autor por James Ellroy.

Sergio Doménech acababa de cumplir veinte años. Era de Bolscan. Hijo de un profesor de literatura. Había comenzado a estudiar periodismo con el vago propósito de hacerse escritor. Al término del primer curso, por sus malas calificaciones, no pudo obtener beca de verano, pero al año siguiente lo consiguió. El jurado de la Asociación de la Prensa le destinó a la redacción de El Comercial, en Argenta.

Nunca había estado en el sur de la región. Con su puerto de mar y su suave clima marítimo, Bolscan nada tenía que ver con la seca y aislada Argenta. Cuando un autobús de línea lo dejó en la terminal, y salió a las calles abrasadas por el sol, Sergio empezó a sudar.

Para hospedarse, su padre le había conseguido una barata habitación en un colegio mayor. Sin perder tiempo, dejó la maleta y se presentó en el periódico. Estaba deseando empezar. Soñaba con ver su nombre en negras, encabezando grandes reportajes a siete columnas.

Eran las doce del mediodía, pero la redacción estaba casi desierta. Lo recibió uno de los redactores-jefes. Un hombretón de intimidatoria presencia, vestido con un pantalón de tergal gris y una camisa blanca de mangas cortas, con cercos de sudor.

—Lecuona —le dijo, sin levantarse de su mesa.
—Sergio...
—Doménech, ya sé. A local. Por aquí.

El redactor-jefe se levantó con pesadez, fumando un apestoso cigarro, y lo precedió por la sala. El departamento al que le habían asignado constaba materialmente de cuatro mesas en forma de cruz, un ordenador por cada tablero y, colgando del techo, un enorme ventilador de aspas de madera.

—Acaba usted de empezar —le dijo Lecuona, señalándole una de las desvencijadas sillas—. Pienso hacerle responsable de unas cuantas secciones. No se quejará: agenda, convocatorias, cortes de agua, parte policial, redacción de esquelas. Horario de tarde, de cuatro al cierre. Tráigase el bocadillo, aquí no hay servicio de cafetería. Si por las mañanas quiere venir, es cosa suya. No por eso firmaré un informe favorable.

La faria se le había apagado. Lecuona se puso a encenderla.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Doménech?

Sergio se había sentado. Volvió a levantarse, con tanta brusquedad que derribó la silla. Lecuona sonrió torcidamente:

—¿Está nervioso?
—Un poco.
—Siéntese. La pregunta es: ¿Por qué ha elegido meterse en esto?
—Me gusta escribir —repuso Sergio, levantando la silla del suelo.
—¿Se refiere a componer versitos?
—Deje en paz al chico, Lecuona.

Un majestuoso anciano se les acercaba entre las mesas. Caminaba con dificultad, apoyándose en un bastón.

—El señor Vázquez de Luco, el subdirector —lo introdujo Lecuona.
—Mucho gusto —murmuró Sergio, impresionado. Había leído algunos artículos suyos. El viejo escribía diariamente, en la contraportada, bajo una foto en la que parecía bastante más joven. El becario volvió a levantarse, con la cara encendida.
—Siéntate, hijo. Os he oído hablar. Decías que te gusta escribir.
—Así es, señor —repuso Sergio, permaneciendo en pie.
—También a mí. Yo empecé como reportero, hará... Varias décadas. Usted no había entrado aún, Lecuona.
—Desde luego que no, don Leandro.
—Me dieron una oportunidad, y la aproveché. ¿Tú podrías hacer lo mismo, hijo?
—Creo que sí.
—¿Tener un reportaje de color listo en, digamos, un par de días?

Sergio asintió, sonriente.

—Buen muchacho. Asígnele un fotógrafo, Lecuona.
—No hará falta, señor. He traído mi propia cámara.

Vázquez de Luco le dirigió una mirada aprobatoria.

—Sal ahí afuera y tráenos algo que valga la pena.

Lecuona regresó a su mesa, atestada de papeles. Sergio cogió su mochila, con el cuaderno de notas y la máquina de fotos, y salió a las calles de Argenta. No tenía la menor referencia de la ciudad. Compró un helado, para combatir el calor, y anduvo al azar por el casco viejo. Habló con algunos personajes que le parecieron originales, un mimo, un trilero, una cigarrera, árabes en busca de trabajo, pero no le pareció que ninguno atesorase una historia lo bastante buena como para impresionar al viejo subdirector. "Y para darle por ahí a Lecuona", pensó, riendo solo.

Sus pasos le llevaron hasta el Mercado de Abastos. Entre el murmullo de la gente y los reclamos del vendedor de cupones, oyó cánticos religiosos. Las voces procedían de un local vecino. Sobre la puerta, toscas letras rezaban: "Hijos de Yahvé". Entró. Un centenar de personas se amontonaban en una sala sin ventanas. La temperatura era asfixiante. Al fondo, tras una especie de improvisado altar, un predicador entonaba salmos. Los fieles, en su mayoría gitanos, coreaban alabanzas. Se quedó en un rincón, fascinado. Cuando el oficio concluyó, se acercó al predicador.

—Doménech, de El Comercial —se presentó, resuelto.
—Bienvenido seas, hermano, en el nombre del Señor —repuso el predicador, que procedía a despojarse de una túnica bastante sucia. La recogió, junto con los libros sagrados, en una bolsa deportiva, y añadió—: Dios está en todas partes. También en ti. Pero para gozar de su rostro debemos practicar la humildad. ¿Posees tú esa virtud, hermano Doménech?

El becario repuso con rapidez:

—Me gustaría escribir sobre los "Hijos de Yahvé". Puedo hacerlo con humildad, si usted quiere.

El predicador esbozó una sonrisa.

—Soy Antonio, tan sólo un diácono. Pero mañana estará con nosotros nuestro pastor, el hermano Isaías. Él sí está autorizado.
—Podemos ir ganando tiempo. Hábleme de él.
—¿Del hermano Isaías? ¿En serio no le conoce?
—¿Por qué tendría que conocerle? ¿Ha hecho algún milagro?

El diácono cargó la bolsa deportiva. Sonrió de nuevo, esfumadamente.

—Vuelva usted mañana, hermano Doménech.

Sergio pasó la noche en vela, anotando impresiones. "Color", se insistía, emulando a Vázquez de Luco. Por la mañana estuvo un rato en el periódico, saludando a otros redactores. A primera hora de la tarde, bajo un sol abrasador, estaba haciendo guardia ante la secta de los Hijos de Yahvé.
Cuando el modesto templo estuvo abarrotado ocupó el mismo rincón del día anterior. El olor a humanidad era tan fuerte que apenas se podía respirar. Las primeras filas de fieles, dirigidas por el hermano Antonio, comenzaron a entonar salmos.

Una puerta oculta por un biombo dio paso al hermano Isaías. Era calvo, grueso. Llevaba una túnica blanca con el ojo de Yahvé dibujado a la altura del pecho.

Se hizo un silencio. Con voz alta y grave, el hermano Isaías habló a los presentes:

—Sólo los más humildes entrarán en el Reino de Dios. La hoja que cae del árbol y es barrida por el viento entrará en el Reino de Dios. El pájaro herido entrará en el Reino. Pero el hombre soberbio y sin fe apurará las penas del infierno por toda la eternidad.

El hermano Isaías prosiguió en este tono. Cuando su oratoria pareció fatigarse, se clavó de hinojos en un reclinatorio y oró. Cien gargantas entonaron salmos. Los cánticos de alabanza fueron subiendo de timbre, hasta repercutir en los muros.

El hermano Isaías se incorporó. Su calva brillaba de sudor. Dramáticamente, avanzó hacia una anciana sentada en una silla de ruedas, junto al primer banco. Sergio se había fijado en ella: arrugada, diminuta, las inválidas piernas cubiertas por una manta. El santón se inclinó y le impuso las manos. Conmocionada, la mujer intentó ponerse en pie. Los salmos sonaban con tanta fuerza que Sergio no oyó cómo el flash de su máquina se hacía añicos contra el suelo. Disparó entre la multitud, justo cuando la anciana empezaba a caminar hacia el altar. "¡Contemplad, incrédulos, la voluntad del Señor!", tronaba el hermano Isaías. "¡El Dios Padre ha querido que nuestra hermana Margarita vuelva a caminar! ¡Todopoderoso sea el Señor!"

El becario concluyó su reportaje a las once de la noche. Las fotos eran oscuras, pero se apreciaba el prodigio. Vázquez de Luco le preguntó si había confirmado la historia; Sergio le aseguró que Margarita, la mujer ungida, no se había levantado de la silla de ruedas en los últimos diez años. Esa información se la había proporcionado el hermano Antonio, pero no lo mencionó. El subdirector lo escrutó durante unos segundos que a Doménech le parecieron eternos. Dibujando una sonrisa de galápago, Vázquez de Luco destapó la estilográfica y disolvió con ironía la excesiva solemnidad del texto. Iba a publicarse a toda plana, con llamada en primera y el nombre de Sergio Doménech en negritas, centrado bajo el titular.
Sergio no pudo dormir. Compró un ejemplar en cuanto abrieron los quioscos. En la redacción fue felicitado por el propio director. Cuando ocupó su mesa de local estaba en una nube. Ojeó la tarea asignada por Lecuona: esquelas, anuncios, horarios de las farmacias de guardia. "Esto es impropio de mi talento", pensó, imaginando que en breve lo pasarían a la sección de reporteros. De golpe, su mirada se detuvo en el parte emitido por la Jefatura de Policía: "A última hora de la tarde de ayer, agentes de la Comisaría Central procedieron a detener, bajo acusación de estafa, robo y abusos sexuales a menores, a Isaías L. C., de 54 años de edad, natural de Argenta. Dicho individuo se hacía pasar por el líder mesiánico de una secta clandestina, "Hijos de Yahvé", a cuyos confiados miembros extorsionaba por distintos métodos..."

Como quien acaba de recibir una sentencia inapelable, el becario cogió la nota policial con la pinza de sus dedos y, mortalmente pálido, atravesó la sala de redacción hacia la mesa de Lecuona.


Relato publicado en El Periódico de Catalunya