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miércoles, 3 de agosto de 2016

Los timadores - Jim Thompson - (Fragmento)

      
   Sinopsis


         Roy Dillon, hijo bastardo de una prostituta y timador de poca monta, se encuentra dividido entre el amor que siente por su madre, que reaparece tratando de evadir a la justicia tras una prolongada ausencia, y su amante Lilly, dispuesta a todo con tal de alejar al joven de la influencia de su autoritaria madre, con quien entabla una encarnizada competencia por ganarse la atención de Roy.
         JIM THOMPSON




         Los Timadores



         Traducción de

         María Antonia Fernández Álvarez-Nava



         RBA






         Título Original: Grifters Traductor: Fernández Álvarez-Nava, María Antonia ©1963, Thompson, Jim
         ©2005, RBA
         Colección: Serie negra, 151
         ISBN: 9788490060896
         Generado con: QualityEbook v0.63



         1



         Cuando Roy Dillon salió tambaleándose del establecimiento, su rostro era de un verde enfermizo y cada respiración suponía una intensa agonía. Un fuerte golpe en el estómago puede hacerle eso a un hombre, y Dillon había recibido uno. No con el puño, que ya hubiese sido bastante duro, sino con el extremo más grueso de un bate.
         Regresó a su coche como pudo y consiguió deslizarse en el asiento. Pero eso fue todo lo que pudo conseguir. Gimió cuando al cambiar de postura se comprimieron los músculos de su estómago; entonces sacó la cabeza por la ventanilla lanzando un ahogado quejido.
         Pasaron varios coches mientras vomitaba. Sus ocupantes sonreían burlones, fruncían el ceño compasivamente o desviaban la mirada con repugnancia. Pero Roy Dillon estaba demasiado enfermo para darse cuenta o preocuparse si se la hubiera dado. Cuando por fin vació su estómago, se sintió mejor, aunque no tan bien como para conducir. Para entonces un coche patrulla se había detenido tras él, el coche del sheriff, pues se encontraba a las afueras de la ciudad de Los Ángeles, y un agente con uniforme marrón lo invitaba a salir a la acera. Dillon obedeció vacilante.
         —¿Una de más, señor?
         —¿Qué?
         —No importa. —El policía se había percatado de la ausencia de alcohol en su aliento—. Veamos su permiso de conducir.
         Dillon se lo mostró desplegando a la vez con aparente distracción un surtido de tarjetas de crédito. El recelo se desvaneció de la expresión del policía, dando paso a la preocupación.
         —Parece usted muy enfermo, Sr. Dillon. ¿Alguna idea del porqué?
         —La comida, imagino. Debí tener más cuidado, pero he comido un bocadillo de pollo con ensalada... No tenía muy buen sabor pero... —Dejó que su voz se desvaneciera poco a poco mostrando una tímida sonrisa de arrepentimiento.
         —Hum. —El policía asintió muy serio—. Esa bazofia ha debido de producírselo. En fin. —Una perspicaz mirada de arriba abajo—. ¿Ya se encuentra bien? ¿Quiere que lo llevemos a un médico?
         —Oh, no. Me encuentro bien.
         —En el cuartelillo tenemos a un enfermero de primeros auxilios. No hay problema en llevarlo.
         Roy declinó la oferta, amable pero con firmeza. Todo contacto prolongado con la pasma quedaría registrado, y todo tipo de registro resultaría como mínimo una molestia. Hasta ahora estaba limpio; los follones en los que la estafa lo había metido no lo habían conducido a la policía. Y tenía la intención de continuar así.
         El agente regresó al coche patrulla y él y su socio se alejaron. Roy los despidió con la mano y volvió a meterse en su coche. Con cautela, esbozando una leve mueca de dolor, encendió un cigarrillo. Convencido de que los vómitos se habían terminado, hizo un esfuerzo para apoyarse en el cabezal.
         Se encontraba en un barrio a las afueras de Los Ángeles, uno de los muchos que se resisten a la incorporación a pesar de depender de la ciudad y de la ausencia de fronteras visibles. Había unos cincuenta kilómetros hasta la ciudad, cincuenta larguísimos kilómetros a aquella hora del día. Necesitaba recuperarse un poco, descansar un rato antes de sumergirse en la desbordada marea del tráfico de la tarde. Y aún más importante, necesitaba reconstruir los detalles de su reciente desastre mientras estos aún permanecían frescos en su mente.
         Cerró los ojos por un instante. Volvió a abrirlos para enfocarlos sobre las cambiantes luces del tráfico cercano. Y de repente, sin moverse del coche, sin apartarse físicamente de él, estaba de vuelta en el establecimiento. Bebía un trago del dispensador de agua a la vez que examinaba los alrededores con aire despreocupado.
         Se diferenciaba muy poco de las miles de tiendas de Los Ángeles, establecimientos en cuyo interior había siempre un dispensador, una vitrina o dos con cigarros, puros y dulces, y estanterías rebosantes de revistas, novelas baratas y tarjetas de felicitación. En el este a tales locales se los denomina quioscos o tiendas de golosinas. Aquí generalmente se conocen como confiterías o sencillamente «fuentes».
         Dillon era el único cliente; la otra persona presente era el dependiente, un jovenzuelo grandullón con aspecto de zoquete de unos diecinueve o veinte años. Mientras Dillon terminaba su bebida observaba al muchacho, que rascaba el hielo de los bordes de las neveras y trabajaba con una paradójica mezcla de diligencia e indiferencia. Sabía exactamente lo que había que hacer, su expresión lo reflejaba, y a la mierda con hacer más. Nada de lucimientos, nada para impresionar a la gente. El hijo del jefe, decidió Dillon posando su vaso y levantándose del taburete. Avanzó lentamente hacia la caja registradora, y el joven posó el bate con el que había estado trabajando. A continuación, secándose las manos en el delantal, también se aproximó a la caja.
         —Diez centavos —dijo.
         —Y un paquete de esos caramelos.
         —Veinte centavos.
         —¿Veinte centavos, eh? —Roy comenzó a rebuscar en sus bolsillos mientras el dependiente se agitaba con impaciencia—. Bueno, sé que tengo cambio, estoy seguro. Me pregunto dónde demonios... —Movió la cabeza con exasperación y sacó la cartera—. Lo siento. ¿Te importa cambiarme uno de veinte?
         El dependiente casi le arrancó el billete de la mano. Lo introdujo bruscamente en un compartimento de la caja y contó el cambio. Dillon lo recogió con aire ausente sin dejar de rebuscar en sus bolsillos.
         —En fin, ¿no es para ponerse de los nervios? Sabes de sobra que tienes cambio y... —Se interrumpió abriendo los ojos y sonriendo complacido—. ¡Aquí están las dos monedas! Toma, devuélveme los veinte.
         El muchacho tomó ambas monedas y le devolvió el billete. Dillon se dirigió despreocupado hacia la puerta y se detuvo en la salida para observar sin demasiado interés una estantería de revistas.
         Por décima vez ese día se había trabajado los «veinte», uno de los tres trucos típicos del «timo corto». Los otros dos son el smack y el tat, generalmente buenos para golpes mayores, pero no tan rápidos y tan seguros. Algunos primos pican con el de los «veinte» varias veces, y ni se enteran.
         Dillon no vio cómo el dependiente salía de detrás del mostrador. De repente estaba allí con el ceño fruncido, balanceando el bate como si fuera un ariete.
         —Asqueroso fullero —relinchó enfadado—. Los fulleros asquerosos no paran de darme palos, y mi padre me echa a mí las culpas.
         El extremo más grueso del bate aterrizó en el estómago de Dillon; incluso el muchacho se sobrecogió ante su efecto.
         —Bueno, no puede acusarme, señor —balbució—. Lo estaba pidiendo a gritos. Le di el cambio de los veinte y luego me pidió que le devolviera el billete, y... y... —Su autoconvicción comenzó a desmoronarse—. Bu-bueno, sa-sabe que lo hizo, se-señor.
         Roy no podía pensar en otra cosa que en su agonía. Volvió sus ojos acuosos hacia el dependiente, ojos desbordados por la perplejidad teñida de dolor. Aquella mirada hizo polvo al muchacho.
         —Ha-ha si-sido un error, señor ¡u-usted co-cometió un error, y yo, yo he co-cometido un... señor! —Retrocedió aterrorizado—. ¡No-no me mire así!
         —Me has matado. —Dillon jadeaba—. ¡Me has matado, bastardo de mierda!
         —¡Nooo! ¡P-por favor, no-no diga e-eso, señor!
         —Me estoy muriendo. —Dillon jadeó de nuevo y, entonces, de algún modo, logró salir del local.
         Y ahora, sentado en su coche y reexaminando el incidente, no encontraba motivo alguno para culparse, ni grietas en su técnica. Había sido mala suerte. Se había topado con un idiota, y eso es impredecible.
         Estaba en lo cierto. Y también estaba en lo cierto sobre algo más, a pesar de que no lo sabía.
         Mientras conducía de vuelta a Los Ángeles, pisando constantemente el freno para volver a acelerar inmerso en el espeso tráfico, deteniéndose y reiniciando la marcha varias veces, cada minuto que transcurría, se estaba muriendo.
         Su muerte sería evitable si tomaba las medidas oportunas. De lo contrario, no le quedaban más de tres días de vida.


         2



         La madre de Roy Dillon pertenecía a una de esas familias de un pueblo de mala muerte. Tenía trece años cuando se casó con un ferroviario de treinta, y no había cumplido los catorce cuando nació Roy. Un mes después del nacimiento su marido sufrió un accidente que la convirtió en viuda. Gracias a las circunstancias de tal suceso, también se convirtió en respetable según los criterios de la comunidad. Nada menos que doscientos dólares mensuales para gastarse en ella misma; que era justo en lo que tenía la intención de gastárselos.
         Su familia, a la que muy pronto cargó con el mochuelo de Roy, tenía otras ideas. Acogieron al muchacho durante tres años y ocasionalmente lograron sacarle unos cuantos dólares a su hija. Pero un día su padre apareció en la ciudad con Roy bajo un brazo y blandiendo un látigo con el otro. Y procedió a demostrar su teoría, de toda la vida, de que una chica nunca era demasiado mayor para recibir una zurra.
         Como el carácter de Lilly Dillon ya se había moldeado hacía mucho, sufrió pocos cambios con los azotes. Pero se quedó a Roy, ya que no tenía elección, y atemorizada por las severas amenazas de su padre de mantenerla vigilada, se alejó de su alcance.
         Tras instalarse en Baltimore, encontró un lucrativo y poco agotador empleo como chica de alterne. O para ser más exactos, era poco agotador por lo que a ella se refería. Lilly Dillon no se molestaba por nadie; al menos no por unos cuantos dólares o copas. Su innata crueldad disgustaba a menudo a los clientes, pero atrajo la beneficiosa atención de sus jefes. Después de todo, el mundo estaba lleno de camareras, fulanas que se podían conseguir a cambio de una sonrisa o una ginebra. Pero una chiquilla inteligente, una muñeca que no solamente tenía buena presencia y clase, sino que además era lista..., en fin, a esa clase de chicas se las puede utilizar.
         Y la utilizaron dándole encargos de cada vez más responsabilidad. Como encargada, como reclutadora para una cadena de salas, como espía de empleados torpes y con dedos pegajosos; como correo, alcahueta y sonsacadora; como recaudadora y distribuidora de fondos. Y así sucesivamente ascendiendo peldaños... ¿o sería más propio decir descendiéndolos? El dinero llovía, pero muy pocas gotas caían sobre su hijo.
         Quería despacharlo en algún internado, pero se volvió atrás indignada cuando le dijeron lo que costaba. Un par de miles de dólares al año, más un montón de extras, ¡y solo por cuidar a un crío!, ¡solo por evitar que se metiera en líos! De eso nada, por esa cantidad de dinero podía comprarse un bonito abrigo de visón.
         Debían de creer que era una prima, pensó. Aunque era una lata, ella misma cuidaría a Roy. Y mejor que no se metiera en líos, porque si no lo despellejaría vivo.
         Por supuesto, estaba empapada de ciertos instintos inextirpables, aunque bastante erosionados y atrofiados; así que de tarde en tarde tenía sus momentos de conciencia. Además, había que hacer ciertas cosas por el bien de las apariencias: disipar cargos por abandono y el desagradable cumplimiento que ello suponía. En cualquier caso, evidentemente, Roy sabía por instinto que todo lo que hacía era por sí misma, movida por el temor o para tranquilizar su conciencia.
         Su actitud solía ser la de una egoísta hermana mayor hacia un latoso hermano pequeño. Se peleaban a menudo. Ella se complacía en reducir el beneficio de su hijo en algún trato mientras él saltaba a su alrededor con rabia e impotencia.
         —¡Eres mala! Una vieja y sucia cerda y nada más.
         —No me insultes, mocoso. —Y lo golpeaba—. ¡Yo te aprenderé!
         —¡Aprenderme, aprenderme! ¡Eres tan tonta que no sabes que se dice enseñar!
         —¡Claro que lo sé! ¡He dicho enseñar!
         Roy era un estudiante excepcional y de excelente comportamiento. Aprender le resultaba sencillo, y el buen comportamiento le parecía simplemente cuestión de sentido común. ¿Para qué arriesgarse con problemas que no conducen a nada? ¿Para qué detenerse inútilmente a la salida de la escuela cuando se puede estar repartiendo periódicos, llevando recados o haciendo de mozo? El tiempo era dinero, y el dinero era lo que hacía que el mundo girase.
         Naturalmente, como era el chico más listo y de mejor comportamiento de la clase, los demás se enfadaban con él. Pero por más crueldad y frecuencia con que lo atacaran, Lilly solo le ofrecía una sardónica condolencia.
         —¿Solo un brazo? —solía decirle cuando le mostraba un brazo retorcido e hinchado.
         Y si se le había caído un diente:
         —¿Solo un diente?
         Y si aparecía con todo el cuerpo magullado como leve muestra de peores consecuencias futuras: —Bien, ¿por qué refunfuñas? Podrán matarte, pero no comerte.
         Aunque parezca mentira, le reconfortaban sus irónicos comentarios. Superficialmente eran peor que nada, meros insultos añadidos a las heridas, pero en el fondo ocultaban una escalofriante y cruel lógica. Una filosofía fatalista de «actúa o te joderán» que podía adaptarse a cualquier cosa excepto al olvido.
         No sentía aprecio por Lilly, pero llegó a admirarla. No le había dado más que malos ratos, lo cual era la máxima extensión de su generosidad para con cualquiera. Pero se lo había montado, sabía perfectamente cómo cuidarse.
         No mostró puntos débiles hasta que Roy alcanzó la adolescencia, un chico atractivo y saludable con pelo negro como el carbón y ojos grises de profunda mirada. Entonces, para su íntimo regocijo, comenzó a observar un sutil cambio en su actitud, un endulzamiento en su voz cuando le hablaba y un hambre contenida en sus ojos cuando lo miraba. Y viéndola así, sabiendo lo que se ocultaba tras el cambio, se complacía en provocarla.
         ¿Algo iba mal? ¿Quería que se largara por un tiempo y la dejara en paz?
         —Oh, no, Roy. De verdad, me-me gusta que estemos juntos.
         —Mira, Lilly, lo dices por educación. Me apartaré de tu vida ahora mismo.
         —Por favor, c-cielo... —Se mordía un labio con desacostumbrada ternura, un rubor de vergüenza se extendía por sus bellas facciones—. Por favor, quédate conmigo. Después de todo, soy tu madre.
         Pero no lo era, ¿no lo recordaba? Siempre lo había hecho pasar por su hermano menor; era demasiado tarde para cambiar la historia.
         —Me voy ahora mismo, Lilly. Sé que así lo deseas, es solo que no quieres herir mis sentimientos.
         Había madurado muy temprano, cosa nada extraña dadas las circunstancias. Poco antes de cumplir los dieciocho años, la primavera en que se graduó en la escuela superior, era tan maduro como un hombre de veinte. Aquella noche le dijo a Lilly que se largaba. Para siempre.
         —¿Largarte...? —Roy suponía que se lo esperaba, sin embargo no se resignaba—. Pero... pero no puedes. Tienes que ir a la universidad.
         —Imposible. Ni un duro.
         Se rió agitada, lo llamó tonto. Evitaba su mirada, se negaba a ser abandonada como debería ya saber que ocurriría.
         —¡Claro que tienes dinero! Yo tengo un montón, y todo lo que tengo es tuyo. Tú...
         —«Todo lo que tengo es tuyo» —repitió Roy entrecerrando los ojos—. Sería un buen título para una canción, Lilly.
         —Puedes ir a una de las universidades buenas de verdad, Roy. A Harvard o a Yale, o algún sitio así. Tus notas son muy buenas, y con mi dinero, nuestro dinero...
         —Vamos, Lilly. Sabes que necesitas ese dinero para ti misma; siempre ha sido así.
         Ella se amedrentó como si le acabara de asestar un duro golpe, su rostro adquirió una expresión enfermiza, y su elegante traje pareció colgarle de repente: una moraleja muy cruel para una vida que le había proporcionado de todo sin regalarle nada. Y por un instante Roy casi se apiadó; casi le daba lástima.
         Pero ella lo estropeó. Comenzó a sollozar, a vociferar como una niña, lo cual resultaba una tontería, una estupidez que no pegaba con Lilly Dillon. Y para rematar aquella ridícula y violenta representación intentó soltar su vena sensiblera.
         —No seas cruel conmigo, Roy. Por favor, por favor, no. Me-me estás rompiendo el corazón...
         Roy se rió a carcajadas. No pudo contenerse.
         —¿Solo tienes un corazón, Lilly? —le dijo.



         3



         Roy Dillon vivía en el hotel Grosvenor-Carlton, un nombre que sugería un esplendor absolutamente inexistente. Hacía alarde de disponer de cien habitaciones y cien baños, pero era un mero alarde. En realidad solo tenía ochenta habitaciones y treinta y cinco baños, incluyendo los del pasillo y los dos del vestíbulo, que de baños no tenían nada.
         Se trataba de un edificio de cuatro plantas con fachada de arenisca y un pequeño vestíbulo de suelo de terrazo. Los empleados eran ancianos pensionistas encantados de trabajar por un insignificante salario y una habitación gratuita. El botones negro, cuyo distintivo consistía en una vieja gorra de conductor de autobús, también hacía de conserje, ascensorista y chapucero para todo. Con tales disposiciones, el servicio dejaba bastante que desear. Pero como el enérgico y jovial propietario apuntaba, el que tuviera prisa que se largara a uno de los hoteles de Beverly Hills, donde sin duda podría encontrar un bonito cuartito por cincuenta pavos al día en lugar de los cincuenta al mes que pedía el Grosvenor-Carlton.
         En términos generales, el Grosvenor-Carlton se diferenciaba poco del resto de los hoteles «familiares» y «comerciales» que se extendían a lo largo de la West Seventh, Santa Mónica y otras arterias del oeste de Los Ángeles; establecimientos que albergaban a parejas retiradas y a trabajadores que precisaban de un domicilio en las cercanías. La mayoría de estos últimos eran hombres solteros: dependientes y empleados de cuello blanco. El propietario tenía arraigados prejuicios contra las mujeres libres.
         —Así son las cosas, señor Dillon —dijo la primera vez que habló con él—. Le alquilo a una mujer y tiene que tener baño en la habitación. Yo mismo insisto, claro, porque si no ocupa el baño todo el tiempo para lavarse su maldito pelo y su ropa, y toda la mierda que se le ocurre. Así que el mínimo por una habitación con baño es diecisiete semanales, casi ochenta pavos al mes, sólo por dormir, sin derecho a cocina. Y dígame, ¿cuántas pavas ganan lo suficiente para pagar ochenta al mes por un dormitorio y para comer de restaurante y comprar ropa y un montón de potingues pegajosos para untarse en esas caras que el Señor les ha dado y... y...?, ¿es usted un hombre temeroso de Dios, señor Dillon?
         Roy asintió alentadoramente; por nada del mundo hubiera interrumpido al propietario. La gente era su negocio, conocerla. Y el único modo de hacerlo era escuchándola.
         —Bien, yo también lo soy. Yo y mi última esposa, maldita sea, Dios la tenga en su seno, nos unimos a la Iglesia a la vez. Eso fue hace treinta y siete años, en las cataratas de Wichita, en Texas, donde tuve mi primer hotel. Allí fue donde aprendí de pavas. No ganan lo suficiente para pagar la habitación, ¿sabe?, y solo tienen un modo de conseguirlo. Vendiendo su material, ya sabe. Explotando las cochinas huchas que todas ellas tienen. Al principio lo hacen de vez en cuando, lo justo para mantenerse. Pero muy pronto comienzan a abrir la hucha las veinticuatro horas del día; y por qué no, se dicen ellas. Todo lo que tienen que hacer es abrir su bonita ranurita y el dinero sale a chorros. Y claro, si le dan al hotel mala reputación, les importa una mierda.
         »Oh, ya le digo, señor Dillon. He tenido hoteles a lo largo y a lo ancho de esta maravillosa tierra nuestra y le aseguro que las furcias y la hostelería no combinan bien. Va en contra de la ley de Dios y en contra de las leyes del hombre. Uno cree que la policía está muy ocupada atrapando a los criminales de verdad en vez de meter las narices por ahí en busca de furcias, pero más vale prevenir que curar, como reza el dicho, y yo estoy de acuerdo. Prevención, ese es mi lema. Si mantienes a las pavas a distancia, mantienes a las furcias a distancia, y tienes un bonito lugar limpio y respetable como este, sin un montón de polis merodeando por ahí. Claro, si un poli entra aquí ahora, sé que es nuevo y le digo que mejor vuelva cuando lo haya confirmado en comisaría. Y nunca vuelve, señor Dillon; le queda muy claro que no hace falta, porque este hotel no es un burdel.
         —Me alegra mucho oírlo, señor Simms —dijo Roy sinceramente—. Siempre he sido muy precavido con los lugares donde vivo.
         —Pues claro; un hombre tiene que serlo —asintió Simms—. Ahora veamos. Quería una suite con dos habitaciones; pongamos... sala, dormitorio y baño. La cosa es que aquí no hay mucha demanda de suites; las partimos en dos, habitación con baño y sin él. Pero...
         Abrió la puerta e hizo pasar a su futuro inquilino a un espacioso dormitorio cuyos techos altos rememoraban cierta solera de antes de la guerra. La puerta divisoria conducía a otra habitación, un duplicado de la primera, pero sin baño. Se trataba de la antigua sala, y Simms le aseguró a Roy que podía unir ambas ya mismo.
         —Seguro, podemos sacar estos muebles y meter los de la sala en menos que canta un gallo. Mesa, sofá, sillas y todo lo que quiera dentro de lo razonable. Un mobiliario mejor del que haya visto jamás.
         Dillon comentó que le gustaría echarle un vistazo y Simms lo condujo al almacén del sótano. De ningún modo se trataba de lo mejor que había visto, por supuesto, pero era decente y cómodo; y ni esperaba ni quería algo bueno de verdad. Tenía una imagen que mantener. La imagen de un joven que vivía bastante bien; bien, pero sin exagerar.
         Se interesó por el precio de la suite. Simms abordó el tema dando un rodeo, apuntando a la doble necesidad de mantener una clientela de primera clase, ya que él no admitía menos, por Dios, y de ganarse la vida, lo cual resultaba terriblemente duro para un hombre temeroso de Dios en aquellos tiempos.
         —Ya ve, algunos de los tipos que entran aquí, quiero decir que intentan entrar aquí, son capaces de armarte una bronca por una bombilla fundida. No hay modo de complacerlos, usted me comprende. Son como los rateros, ya sabe, cuanto más sacan, más quieren. Pero así van las cosas, supongo, y como solíamos decir allá en las cataratas de Wichita, si no puedes sujetar los postes, mejor no caves agujeros. Esto... ¿ciento veinticinco al mes, señor Dillon?
         —Me parece razonable —sonrió Roy—. Me la quedo.
         —Lo siento, señor Dillon. Me gustaría rebajársela un poco. No he dicho que no estuviera dispuesto a rebajarla si el inquilino se lo merece. Si garantiza, digamos, quedarse un mínimo de tres meses, bueno...
         —Señor Simms... —empezó a decir Roy.
         —... bueno, podría hacerle un precio especial. Podríamos decir...
         —Señor Simms —dijo Dillon en tono firme—. Me quedaré un año entero. El alquiler del primer y último mes por adelantado. Y ciento veinticinco mensuales me parece bien.
         —¿Le-le parece? —El propietario se mostraba incrédulo—. La alquilará por un año a ciento veinticinco y..., y...
         —Sí. No me gusta mudarme a menudo. Me gano la vida con mis negocios y me parece bien que los demás hagan lo mismo.
         Simms tragó saliva. Estaba asombrado. Su panza se agitaba en sus pantalones, y todo su rostro, incluida la zona trasera de su calva, se enrojeció de placer. Él era un perspicaz y experimentado conocedor de la naturaleza humana, declaró. Conocía a los patanes en cuanto los veía, y distinguía a los caballeros; desde el primer instante había sabido que Roy Dillon pertenecía a la última clase.
         —Y es usted listo —asintió con prudencia—. Sabe que no merece la pena escatimar con la vivienda. ¿Qué demonios? ¿Qué tajada se puede sacar por escatimar unos cuantos pavos en un hotel a gente que vas a ver todos los días si eso va a hacer que te cojan manía?
         —Tiene usted toda la razón —afirmó Dillon.
         Simms añadió que estaba jodidamente seguro de que la tenía. Si por ejemplo había una investigación sobre un huésped del tipo patán, ¿qué podías decir aparte de que vivía allí y que era tu costumbre cristiana no contar nada sobre un hombre a menos que fuera algo bueno? Pero si un caballero era el objeto de la investigación, en fin, entonces estabas obligado a decir que lo era. No solamente se alojaba en el hotel, vivía en él, un hombre con personalidad y recursos que alquilaba por un año y...
         Dillon asentía y sonreía, permitiendo que continuara su parloteo. El Grosvenor-Carlton era el sexto hotel que visitaba desde su llegada de Chicago. Todos le habían ofrecido habitaciones idénticas y tan baratas o más que las que acababa de alquilar. Pero había encontrado vagas e indefinibles objeciones en todos ellos. Su aspecto no era el correcto. Su aire no le gustaba. Solamente el Grosvenor y Simms poseían el aspecto y el aire adecuados.
         —... una cosa más —decía Simms—. Este es su hogar, ¿sabe? Al alquilar como usted lo hace es como si estuviera en un apartamento o un chalé. Es su castillo, como dice la ley. Y si quisiera traer a algún huésped, ya sabe, a alguna mujer, está en su perfecto derecho.
         —Gracias por decírmelo —asintió Roy con gravedad—. Por el momento no tengo a nadie en mente, pero acostumbro a hacer amistades allá a donde voy.
         —Pues claro. Un hombre de tan buen aspecto como usted tiene que tener muchas amigas, y apuesto a que también tienen clase. No como esas tacones de alfiler que hacen polvo el suelo en cuanto pisan el vestíbulo.
         —Jamás —le aseguró Dillon—. Soy muy cuidadoso con las amistades que hago, señor Simms, particularmente con las mujeres.
         Fue cuidadoso. Durante sus cuatro años de estancia en el hotel solo tuvo una visita femenina, una treintañera divorciada, y todo en ella, aspecto, vestimenta y modales, era absolutamente satisfactorio incluso ante los ojos del exigente señor Simms. La única falta que podía encontrarle era que no aparecía muy a menudo. Porque Moira Langtry también era exigente. Si se la hubiera dejado a su aire, cosa que Dillon trataba de evitar con frecuencia por cuestión de principios, no se habría acercado ni a dos kilómetros del Grosvenor. Después de todo, ella tenía un bonito apartamento propio con dormitorio, dos cuartos de baño y mini-bar. Si de verdad deseaba verla, y ella comenzaba a dudar que así fuera, ¿por qué no podía él ir allí?
         —Bien, ¿por qué no puedes? —decía Moira sentándose sobre la cama con el teléfono en la mano—. Te queda a la misma distancia que a mí.
         —Pero tú eres mucho más joven, querida. Una muchachita como tú puede permitirse mimar a un viejo chocho.
         —Piropearme no va a servirte de nada —dijo complacida—, Soy cinco años mayor que tú, y siento cada minuto de ellos.
         Dillon sonrió. ¿Cinco años mayor? Mierda, o diez si ella lo decía.
         —El hecho es que me encuentro algo mal —explicó—. No, no, nada contagioso. Resulta que anoche tropecé con una silla a oscuras y me di un buen golpe en el estómago.
         —Bueno... supongo que puedo ir...
         —Esa es mi chica. Contendría la respiración si mi corazón no palpitara tanto.
         —¿Sí? Oigámoslo.
         —Pu-pum —dijo él.
         —Pobrecito —dijo ella—. Moira se dará toda la prisa que pueda.
         Debía de estar vestida para salir cuando él la llamó, porque tardó menos de una hora. O tal vez se lo pareció. Se había levantado para quitar el cerrojo para cuando ella llegara, y al volver a la cama se había sentido extrañamente cansado y mareado. De modo que permitió que sus ojos se cerraran, y cuando volvió a abrirlos, lo que le pareció inmediatamente después, ella entraba en la habitación andando majestuosamente sobre sus zapatos de tacón alto; una mujer rellena pero con curvas, de pelo negro y liso y oscuros ojos ardientes de mirada firme.
         Se detuvo nada más traspasar el umbral, segura de sí misma, pero suplicante. Posando como uno de esos maniquíes arrogantemente incitadores. Echó la mano hacia atrás y cerró la puerta con llave, girándola con un débil chasquido.
         Roy olvidó plantearse su edad.
         Era lo suficientemente mayor, era Moira Langtry.
         Era lo suficientemente joven.
         Ella entendió su aprobador silencio, y con un golpe de cadera dejó que la estola de armiño le quedara colgando de un hombro. Entonces, con un delicado contoneo atravesó lentamente la habitación. Su pequeña barbilla adelantada, su cuerpo como proyectado hacia delante por el generoso desequilibrio reinante en el interior de su blusa blanca.
         Se detuvo apoyando ambas rodillas sobre la cama, y al mirar hacia arriba Roy solo vio su nariz por encima del contorno de sus pechos.
         Levantando un dedo señaló sus prominencias.
         —Te estás escondiendo —dijo—. Sal, sal de donde quiera que estés.
         —Apestas —respondió ella en tono monótono; su blusa se agitaba con sus palabras—. Te odio.
         —Las gemelas parecen muy inquietas —dijo él—. Tal vez debamos meterlas en la cama.
         —¿Sabes lo que voy a hacer? Voy a ahogarte.
         —¿Qué es este fuego abrasador que me mata? —dijo, y después tuvo que guardar silencio.
         Tras una eternidad de dulce y suave aroma, se le permitió tomar aire. Y le habló susurrando.
         —Hueles bien, Moira. Como una puta en un invernadero.
         —Cariño, ¡qué cosas tan bonitas dices!
         —Tal vez no huelas bien.
         —Pues claro que sí. Acabas de decirlo.
         —Puede que sea tu ropa.
         —¡Soy yo! ¿Quieres que te lo demuestre?
         El quiso y ella se lo demostró.


         4



         Cuando se estableció por primera vez en Los Ángeles, el interés de Roy Dillon por las mujeres se limitaba meramente a la necesidad. Tenía veintiún años, un viejo de veintiuno. Su atracción por el sexo opuesto era tan fuerte como el de cualquier hombre, aunque se incrementaba quizá con los éxitos que iba dejando tras él. Pero era un culo de mal asiento, como reza el dicho. Antes de elegir Los Ángeles como base permanente de sus operaciones había buscado meticulosamente, y su capital se reducía en aquel momento a menos de mil dólares.
         Por supuesto, era un montón de dinero. A diferencia de los timadores a lo grande, cuya elaborada puesta en escena puede exigir más de cien mil dólares, el pequeño timador se las arregla con poco. Pero Roy Dillon, aunque se mantenía leal a este último tipo, estaba abandonando sus esquemas habituales.
         A sus veintiún años estaba cansado del «golpea y corre». Sabía que el mucho correr, saltar de una ciudad a otra antes de que el calor comience a abrasar, podía absorber la mayoría de los golpes; incluso siendo un hombre comedido. Así que aunque trabajase solo, cuando las condiciones eran seguras, no estaba exento de terminar con el lobo mordiéndole la culera de sus raídos pantalones.
         Roy había visto a esos hombres.
         En cierta ocasión, saliendo a toda prisa en tren de Denver, se había topado con un grupo de ellos. Los pobres diablos estaban tan mermados de capital que se habían visto obligados a aunar sus esfuerzos.
         Se trabajaban un timo de cartas. Al que hacía de mano le dieron el papel de listillo, a quien se suponía que los otros iban a engañar. Cuando volvió la cabeza para discutir con dos de los compinches sosteniendo las tres cartas abiertas en su mano, el timador dibujó una pequeña marca en la carta superior y guiñó un ojo a Roy con complicidad.
         —¡Cógela, colega! —Su susurro fue ridículamente alto—. Pon ese billete grande que tienes.
         —¿El de cincuenta o el de cien? —contestó Roy en otro susurro.
         —¡El de cien! ¡Deprisa!
         —¿Puedo apostar quinientos?
         —Bueno, esto, no. Mejor empiezas con cien.
         La mano oportunamente estirada del que repartía comenzaba a cansarse. A los compinches se les terminaban las excusas para distraer su atención. Pero Roy persistía en su cruel broma.
         —¿Es muy alta la carta marcada?
         —¡Un as, mierda! ¡Las otras dos son doses! Venga...
         —¿Un as gana a un dos?
         —¡Que si un...! ¡Mierda, sí, claro! ¡Venga, apuesta!
         El resto de los clientes de la cafetería del tren se percataron y comenzaron a sonreír burlonamente. Roy sacó su cartera muy despacio y extrajo un billete de cien. El que hacía de mano contó una masa grasienta de billetes de uno y de cinco. A continuación barajó, cambió el as marcado por un dos marcado, y cambió también uno de los doses de la pareja por otro as sin marcar. Sin marcar a simple vista.
         Llegó el momento decisivo. Las tres cartas se colocaron boca abajo sobre la mesa. Roy las estudió entrecerrando los ojos.
         —No veo muy bien —se quejó—. Préstame tus gafas. —Y con destreza se apropió de las «lectoras» del que hacía de mano.
         A través de las gafas tintadas identificó el as de inmediato, apostó más dinero y ganó.
         El grupo salió cabizbajo del compartimento entre las risas de los demás pasajeros. En la siguiente estación, una amplia y fangosa carretera, saltaron del tren. Seguramente ya no les quedaban fondos para continuar su viaje.
         Cuando el tren se puso en marcha, Roy los vio de pie en el andén desierto, los hombros encorvados por el frío, el miedo desnudo en sus pálidos y escuálidos rostros. Y en la plácida comodidad de su compartimento tembló por ellos.
         Tembló por sí mismo.
         Ahí te conducía el «golpea y corre», ahí es donde podía conducirte. Ahí o a algo peor; era el destino de los desarraigados. Hombres para los cuales echar raíces era un riesgo más que una ventaja. Y los chicos del timo a lo grande no estaban más exentos que sus parientes de miras estrechas. De hecho, su destino a menudo era peor. Suicidio. Drogadicción y delirium tremens. Al hogar de los muertos o al de los locos.
         Estar en la cima y las ganancias iban siempre a la par. Una mala mano y al barranco.
         Y eso no iba a ocurrirle a Roy Dillon.
         Durante su primer año en Los Ángeles se dedicó a ser un tipo normal. Un vendedor independiente que visitaba a pequeños comerciantes. Cuando volvió a deslizarse en el inundo del timo, continuó siendo vendedor, y aún lo seguía siendo. Disponía de crédito y de una cuenta bancaria. Literalmente, tenía cientos de conocidos que podrían atestiguar sobre su excelente carácter.
         Y en ocasiones tenían que hacerlo, momentos en los que las sospechas amenazaban con enredarse en algún asunto policial. Pero, naturalmente, nunca acudía a los mismos dos veces; en cualquier caso, tampoco sucedía muy a menudo. La seguridad le daba confianza en sí mismo. La seguridad y la confianza en sí mismo habían engendrado una depurada técnica.
         Y lograr todo eso le había restado tiempo para las mujeres. Nada aparte de los habituales contactos pasajeros de cualquier joven. Hasta el tercer año no comenzó a buscar un tipo de mujer en particular. Alguien que no solamente fuera extremadamente deseable, sino que además deseara, e incluso prefiriera aceptar, la única clase de relación que él estaba dispuesto a ofrecer.
         La encontró. Ella era Moira Langtry. Sucedió en una iglesia.
         Se trataba de una de aquellas lunáticas sectas que a menudo florecen en la Costa Oeste. El payaso de turno era un yogui, o un swami, o algo por el estilo. Mientras su audiencia lo escuchaba como hipnotizada, él se extendía interminablemente sobre la Suprema Sabiduría Oriental sin ni siquiera explicar una sola vez por qué la más elevada incidencia de enfermedad, muerte y analfabetismo pervivía en la fuente de dicha sabiduría.
         Roy se sorprendió de encontrar allí a alguien como Moira Langtry. No era el modelo corriente. A su vez se dio cuenta de la perplejidad de ella cuando lo vio, aunque él tenía sus razones para estar allí. Se trataba de un modo inocente de matar el tiempo. Más barato que el cine y mucho más divertido. Además, aunque le iba bien, no descartaba la posibilidad de mejorar. Y un hombre puede descubrir cómo conseguirlo en tales reuniones.
         La audiencia era sistemáticamente imbécil. En su mayoría de imbecilidad acaudalada, viudas de mediana edad y solteronas, mujeres que sufren de una extraña picazón que podrían rascarse con un fajo. Así que... en fin, nunca se sabe, ¿no?
         Se podían mantener los ajos abiertos sin meterse en un lío.
         El payaso terminó su representación. Se pasaron canastillas para la «Ofrenda de Adoración». Moira tiró su programa en uno de ellas y salió. Sonriendo, Dillon la siguió.
         Se había entretenido en el vestíbulo tomándose excesivo trabajo en enfundarse los guantes. Mientras se aproximaba, lo miraba con cautelosa aprobación.
         —¿Y qué hacía una chica como tú en un sitio como ese? —le dijo.
         —Oh, ya sabes —se rió abiertamente—. Me he dejado caer para tomarme un yogur.
         —Ajá. Menos mal que no te he ofrecido un martini.
         —En efecto. No admitiría menos de un escocés doble.
         Ese fue el punto de partida.
         Que los condujo más o menos rápidamente a su actual situación.
         Últimamente, y hoy en particular, intuía que ella quería ir más lejos.
         En su opinión solo existía un modo de manejar la situación. Con mucho tacto. Nadie podía reírse y estar serio a la vez.
         Deslizó una mano por su cuerpo para dejarla reposar sobre su ombligo.
         —¿Sabes una cosa? —le dijo—. Si te colocases una uva pasa aquí, parecerías un pastel.
         —¡Para! —le dijo ella apartando su mano y dejándola caer sobre la cama.
         —También podrías dibujar un círculo alrededor y hacer que eres un donut.
         —Comienzo a sentirme como un donut —le respondió—. Como la parte del centro.
         Se incorporó y con un balanceo posó sus pies en el suelo para sacar un cigarrillo de la mesita. Cuando lo encendió, él se lo arrebató y ella encendió otro.
         —Roy —dijo—, mírame.
         —Oh, te estoy mirando, querida. Créeme que te estoy mirando.
         —¡Por favor! ¿Es esto todo lo que tenemos, Roy? ¿Es todo lo que vamos a tener? No me quejo, compréndelo, pero ¿no debería haber algo más?
         —¿Cómo podríamos rematar algo así? ¿Haciéndonos cosquillas en los pies?
         Lo miró en silencio, sus ardientes ojos perdiendo el brillo, contemplándolo a través de un velo invisible. Sin volver la cabeza extendió la mano y muy lentamente apagó el cigarrillo.
         —Era gracioso —dijo él—. Se suponía que debías reírte.
         —Oh, me estoy riendo, querido. Créeme que me estoy riendo.
         Se agachó para recoger una media y empezó a ponérsela. Un poco preocupado, la sujetó por detrás y la giró hacia sí.
         —¿Adonde quieres ir a parar, Moira? ¿Matrimonio?
         —Yo no he dicho eso.
         —Pero eso es lo que yo he preguntado.
         Frunció el ceño, dudando; después negó con la cabeza.
         —Creo que no. Soy una chica muy práctica, y no creo en dar más de lo que recibo. Puede sonar extraño para un vendedor de cajas de cerillas, o lo que quiera que seas.
         Estaba dolido, pero continuó el juego.
         —¿Te importaría pasarme el botiquín? Creo que acaban de hacerme un rasguño.
         —No te preocupes. A Kitty ya se le han acabado las balas.
         —La verdad es que las cajas de cerillas son una tapadera. En realidad dirijo un burdel.
         —Estupendo. Temía que se tratara de algo vergonzoso. —Y a continuación, cortándolo con resolución, manteniéndolo a raya—: Pero ya ves adonde quiero ir a parar. Apenas nos conocemos. No somos amigos, ni siquiera conocidos. Lo único que hemos hecho es acostarnos desde que nos presentaron.
         —Has dicho que no te estabas quejando.
         —Y así es. Para mí es necesario. Pero me parece que las cosas no deben comenzar y terminar solo con eso. Es como intentar vivir a base de bocadillos de mostaza.
         —¿Y tú quieres paté?
         —Una chuleta. Algo nutritivo. Aah, mierda, Roy. —Movió la cabeza con impaciencia—. No lo sé. Tal vez no esté en el menú. Tal vez esté en un restaurante equivocado.
         —¡Madame es demasiado crguel! ¡Pieg se ahogagá en la sopa de pescado!
         —A Pierre no le importa si madame vive o se muere. Ya lo ha dejado muy claro.
         Comenzó a levantarse con cierta resolución en sus movimientos. La sujetó y volvió a sentarla sobre la cama. Apretó su cuerpo contra el de ella. La soltó delicadamente. Acarició su pelo y besó sus labios.
         —Mmm, sí —dijo—. Sí, estoy seguro. La venta es definitiva, no se permiten cambios.
         —Ya estamos de nuevo —respondió ella—. En el espacio exterior sin siquiera haber puesto pie en el suelo.
         —Lo que quiero decir es que me costó mucho trabajo encontrarte. Una preciosa perdiz. Tal vez haya pájaros mejores en los arbustos, pero también puede que no, y...
         —... y un pájaro en la cama es mejor que un arbusto. O algo así. Temo que estoy aguándote el monólogo, Roy.
         —¡Espera! —intentó sujetarla—. Estoy intentando decirte algo. Me gustas, pero soy muy vago. No quiero seguir buscando. Así que muéstrame la etiqueta, y si puedo, compraré.
         —Eso está mejor. Se me ocurre una idea que podría ser bastante beneficiosa para ambos.
         —¿Dónde comenzamos? ¿Unas cuantas noches en la ciudad? ¿Una juerga en Las Vegas?
         —Mmm, no. Creo que no. Además, no podrías permitírtelo.
         —Sorpresa —dijo en tono cortante—. Ni siquiera te haría pagar tu propio trayecto.
         —Mira, Roy... —Le despeinó con afecto—. No es precisamente lo que tengo en mente. Demasiadas chicas, resplandor y cristalería fina. Si vamos a ir a algún sitio, será al otro lado de la calle. Ya sabes, calma y tranquilidad, así podremos charlar, para variar.
         —Bueno. La Jolla está muy bien en esta época del año.
         —La Jolla está bien en cualquier época del año. Pero ¿estás seguro de que puedes permitirte...?
         —Continúa —le advirtió—. Una palabra más de esta cantinela y tendrás el trasero más rojo de La Jolla. La gente creerá que se trata de otra puesta de sol.
         —¡Bah! ¿Quién te tiene miedo?
         —Y lárgate ahora mismo, ¿vale? ¡Regresa a tu alcantarilla! Me has desangrado y has hecho que derrochara mis ahorros, y ahora pretendes matarme con tu rollo.
         Ella se rió afectivamente y se puso en pie. Tras vestirse, volvió a arrodillarse junto a la cama para darle un beso de despedida.
         —¿Estás seguro de encontrarte bien, Roy? —Apartó su pelo de la frente—. Estás muy pálido.
         —¡Oh, Dios! —se quejó él—. ¿Es que esta mujer no va a marcharse nunca? ¡Me pega un buen meneo y después dice que estoy pálido!
         Ella se marchó sonriendo con aire de suficiencia. Complacida consigo misma.
         Roy se incorporó con dificultad, sus piernas renqueaban de camino al baño. Se dejó caer sobre la cama por primera vez un poco preocupado por sí mismo. ¿Cuál podría ser la causa de aquel extraño y abrumador cansancio? Moira no, seguro; estaba acostumbrado a ella. Tampoco el hecho de haber comido muy poco durante los últimos tres días. Solía tener rachas en las que perdía el apetito, y esta había sido una de ellas. Comiera lo que comiera, lo devolvía en un líquido de color marronáceo. Era extraño, ya que no había probado otra cosa que helados y leche.
         Frunciendo el ceño se echó hacia delante para examinarse. Había una débil mancha amarillenta en su estómago. Pero no le dolía, a menos que apretase fuerte. No había sentido dolor desde el día del golpe.
         ¿Entonces...? Se encogió de hombros y se tumbó. Tan solo era una de aquellas cosas, creía. No se sentía enfermo. Si un hombre estaba enfermo, se sentía enfermo.
         Colocó las almohadas una encima de otra y se apoyó adoptando una posición inclinada. Mucho mejor, pero aún cansado. Estaba inquieto. Con cierto esfuerzo cogió sus pantalones de una silla próxima y sacó una moneda del bolsillo del reloj.
         A simple vista parecía una moneda cualquiera, pero no lo era. La cruz estaba pulida, la cara no. Sosteniéndola entre los dedos índice y corazón por el canto pudo identificar ambos lados.
         La lanzó al aire, la recogió y la depositó sobre la otra mano con una palmada. Se trataba de una de las versiones. Uno de los tres trucos típicos del timo corto.
         —Cruz —murmuró, y salió cruz.
         Volvió a lanzar la moneda y pidió cara. Y salió cara.
         Comenzó a cerrar los ojos en cada petición, asegurándose de que no hacía trampas inconscientemente. La moneda subió y bajó; su mano palmeó fraudulentamente el dorso de su mano.
         Cara... cruz... cara, cara...
         Y se terminó el palmeo.
         Sus ojos se cerraron y permanecieron cerrados.
         Era poco más de mediodía cuando volvió a abrirlos. La penumbra ensombrecía la habitación y el teléfono sonaba. Miró a su alrededor violentamente, sin reconocer dónde estaba, sin saber dónde estaba. Perdido en un mundo extraño y aterrador. Después, debatiéndose por recuperar la conciencia, tomó el auricular.
         —Sí —respondió, y a continuación—: ¿qué, qué? Repítalo. —El empleado le estaba diciendo algo que no tenía sentido.
         —Una visita, señor Dillon. Una joven dama muy atractiva. Dice... —una risa diplomática— dice que es su madre.



         5



         Cuando todavía no había cumplido los dieciocho años, Roy Dillon se marchó de casa. No se llevó nada con él salvo la ropa que llevaba puesta, ropa que él mismo se había comprado y pagado. No se llevó más dinero que el que tenía en los bolsillos de su ropa, y también se lo había ganado él.
         No quería nada de Lilly. Ella no le había dado nada cuando lo necesitaba, cuando era demasiado pequeño para conseguirlo por sí mismo, y a esas alturas no le iba a permitir entrar en el juego.
         Durante los primeros seis meses fuera de casa no mantuvo contacto alguno con ella. Después, en Navidades, le envió una postal, y otra el Día de la Madre. Ambas eran de tipo cursi y sensiblero, rezumaban una ternura nauseabunda; pero la última era una verdadera vacilada. Corazones, flores y rollizos angelitos pululando por encima de un absurdo montaje irrisorio. El mensaje impreso iba dedicado a la querida y vieja mamá, y chorreaba lágrimas de besos de buenas noches, fuentes y bandejas de galletas recién hechas y leche cuando un niño llegaba a casa después de jugar.
         Era como para pensar que la querida y vieja mamá (Dios bendiga sus plateados cabellos) era propietaria de una especie de lechería-panadería que no servía a más cliente que a su querido chiquitín (montado en su flamante bicicleta).
         Se rió tanto cuando se la envió que estuvo a punto de emborronar la dirección. Pero después volvió a reflexionar sobre el tema. Tal vez aquella broma se volvía contra él. Tal vez al burlarse de ella revelaba una profunda y permanente herida que demostraba que ella era más dura que él. Y esto, naturalmente, no le valía. Había aceptado todo lo que a ella le sobraba y no le había hecho mella. ¡Por todos los demonios!, nunca debía permitir que ella creyera lo contrario.
         Así que después de aquello se puso en contacto con ella por Navidades, en su cumpleaños y cosas así. Pero se mostró muy correcto. Sencillamente no pensaba lo suficiente en ella, se dijo a sí mismo, como para burlarse. Se requería a una mujer mucho mejor que Lilly Dillon para calar en él.
         La única forma en la que mostraba sus verdaderos sentimientos era a través de los regalos que intercambiaban. Mientras evidentemente Lilly podía permitirse regalos mucho más caros, él no los admitía. Al menos no lo hizo hasta que el esfuerzo por mantenerse a la par, o incluso sobrepasarla, no solamente amenazaba sus objetivos a largo plazo, sino que además se revelaba como lo que era en realidad: una nueva manifestación de sus heridas. Ella lo había herido, o eso parecía, e infantilmente él rechazaba todo esfuerzo de expiación.
         Ella podía pensar eso y no iba a permitírselo. Así que le había escrito como de pasada que los regalos estaban hipercomercializados, y que, en adelante, mejor se dedicaban a intercambiarse recuerdos. Si le apetecía hacer un donativo de caridad en su nombre, perfecto. La Ciudad de Los Muchachos le parecía apropiada. Y él, por supuesto, también haría un donativo en su nombre. Por ejemplo, a alguna institución para mujeres voluntarias...
         Pero, en fin, esto es adelantarse a la historia, saltarse sus principales ingredientes.
         Nueva York está a dos horas de Baltimore. Cuando todavía no había cumplido los dieciocho años, Roy se fue a la primera de las ciudades, objetivo lógico para un joven cuyas únicas posesiones son una buena apariencia y un innato y vivo deseo de ganar dinero rápido.
         Y por la necesidad de ganar, de ser pagado, aceptó de inmediato un empleo como vendedor a comisión. Un asunto de puerta a puerta. Revistas, carretes de fotografías, utensilios de cocina, aspiradoras..., cualquier cosa que pareciera prometedora. Pero todas ellas prometían mucho y daban poco.
         Puede que Miles de Michigan hubiese ganado mil trescientos dólares en su primer mes enseñándoles supertelas a sus amigos, y puede que O'Hara de Oklahoma ganara noventa dólares diarios por sus pedidos de taca-tacas marca Oopsy Doodle. Pero Roy lo dudaba mucho. A cambio de quedar literalmente hecho polvo, lo máximo que había ingresado eran ciento veinticinco dólares en una semana. Pero fue su mejor semana. La media oscilaba entre setenta y cinco y ochenta dólares, y se dejaba el pellejo para conseguirlo.
         De todos modos, era mucho mejor que trabajar como mensajero o aceptar algún empleo de oficina que prometía «buena oportunidad» y «posibilidades de mejorar» en lugar de un sueldo interesante. Las promesas eran baratas. ¿Qué pasaba si él iba a uno de esos sitios y prometía que algún día sería presidente? ¿Qué tal un anticipo?
         Lo de las ventas era un rollo, pero no conocía otra cosa. Se sentía molesto consigo mismo. Allí estaba él a punto de cumplir los veinte y ya era un fracasado manifiesto. ¿Qué era lo que iba mal entonces? ¿Qué tenía Lilly que él no tuviera?
         Después entró dando traspiés en los veinte.
         Fue pura chiripa. El imbécil propietario de un estanco se lo había puesto a huevo. Roy continuó rebuscando ensimismado una moneda tras haber recibido el cambio del billete, y el inquieto tendero, que tenía prisa por despachar a otros clientes, perdió la paciencia de repente.
         —¡Por amor de Dios, señor! —se quejó—. ¡Solo es un centavo! Ya me lo pagará la próxima vez.
         Y le arrojó el billete de veinte. Roy estaba a una manzana de distancia cuando se dio cuenta de lo que acababa de ocurrir.
         Apenas encajado el suceso lo siguió otro: un joven ambicioso no espera a que lluevan tales accidentes felices. Los crea. Sin dilación, comenzó.
         Lo echaron fríamente de dos establecimientos. En otros tres le insinuaron, más o menos con educación, que no tenía derecho a la devolución del billete. En los tres restantes tuvo éxito.
         Se sentía eufórico por su buena suerte. (Y había sido excepcionalmente afortunado.) Se preguntaba si existirían trucos similares al de los «veinte», métodos de ganar tanto dinero en pocas horas como un tonto ganaba en toda una semana.
         Existían. Empezó a introducirse en ellos aquella misma noche en un bar adonde había ido a festejar su éxito.
         Otro cliente se sentó a su lado dándole un codazo. Derramó parte de su copa, se disculpó e insistió en pagarle otra. Después todavía pagó una ronda más. Llegado a tal punto, Roy quiso a su vez invitarlo a una ronda. Pero el hombre había distraído su atención. Buscó en el suelo, se agachó y recogió un dado, que posó sobre la barra.
         —¿Se te ha caído esto, amigo? ¿No? Bueno, mira, no me gusta beber tan rápido, pero si quieres que nos juguemos una ronda para quedar en paz...
         Lanzaron. Roy ganó. Pero, por supuesto, no era suficiente. Lanzaron de nuevo, apostándose cuatro copas. En esta ocasión ganó el tipo. Y, por supuesto, tampoco era suficiente. No iba a permitirlo. Mierda, tan solo estaban intercambiando copas amistosamente y no iba a salir de allí ganando.
         —Ahora lanzaremos por ocho copas; bueno..., pon por cinco pavos.
         El tat con sus rápidas apuestas que se doblan, es la muerte para un primo. Ahí reside su perverso encanto. A menos que apuestes muy fuerte, el que saca ventaja te despluma en un número relativamente bajo de tiradas.
         Las ganancias de Roy se fueron por el desagüe en veinte minutos.
         En otros diez su dinero honesto las siguió. El otro tipo dijo que lo sentía mucho, que Roy debía aceptar un par de pavos por la pérdida y que...
         Pero el sabor del timo era muy intenso en el paladar de Roy, su sabor y su olor. Repuso con firmeza que aceptaría la mitad del dinero. El timador, llamado Mintz, podía quedarse con la otra mitad a cambio de sus servicios como instructor en la estafa.
         —Puedes comenzar las lecciones ahora mismo —le dijo—. Comienza con ese truco que acabas de hacerme.
         Siguieron protestas indignadas por parte de Mintz y cierto lenguaje tosco por parte de Roy. Pero al final se trasladaron a uno de los reservados, y aquella noche y algunas más desempeñaron los papeles de profesor y alumno. Mintz no se calló nada. Por el contrario, charlaba hasta el agotamiento. Tenía la santa oportunidad de exhibir su presunción. Podía demostrar lo listo que era, cosa que su modo de vida generalmente aconsejaba no hacer, y podía hacerlo con absoluta seguridad.
         A Mintz no le gustaba el de los «veinte». Requería algo indefinible que él no poseía. Y nunca lo hacía sin un socio, alguien que distrajera al primo durante la actuación. En cuanto a lo del socio, tampoco le gustaba; reducía la tajada a la mitad. Te colocaba una manzana en la cabeza y le daba al otro tipo una pistola. Porque parecía que todos los timadores sentían la irresistible tentación de vencer a sus colegas. Poca gloria había en desplumar a un imbécil; ¡mierda!, los imbéciles estaban hechos para ser desplumados. Pero desplumar a un profesional, aunque te saliera caro a largo plazo, ah, aquello era algo que le sacaba brillo a tu orgullo.
         A Mintz le gustaba el smack. Era natural, claro. Todo el mundo se lleva bien con las monedas.
         Y le gustaba especialmente el tat, cuyas múltiples virtudes eran tantas que no podían enumerarse. Si se echaba el anzuelo a un grupo de tíos, se había hecho la semana.
         El tat debía jugarse en una superficie muy limitada, sobre la barra o en una mesa. De este modo no llegabas a hacer rodar el dado, aunque, claro, daba la impresión de que lo hacías. Agitabas la mano con fuerza manteniendo el dado en una posición elevada, sin agitarlo en absoluto, y después lo lanzabas permitiendo que se deslizara y tambaleara, pero sin llegar a volcarse. Si los primos comenzaban a sospechar, utilizabas una taza o un vaso para lanzar, ya que estabas en un bar. Pero en este caso tampoco agitabas el dado. Lo sujetabas como antes, haciendo que traqueteara con fuerza contra el cristal, y a continuación volvías a lanzarlo como antes.
         Se requería práctica, claro. Pero todo la requería.
         Si la cosa se calentaba, el camarero te sacaba del apuro a cambio de una buena propina. Decía que te llamaban por teléfono, que venía la pasma o algo similar. Los camareros estaban siempre hartos de los borrachuzos. No les importaba que hicieran el primo si eso les reportaba un pavo, a menos que los tíos fueran sus amigos.
         Mintz conocía muchos más trucos que los tres típicos. Algunos de ellos prometían beneficios que sobrepasaban los mil dólares de tope en el timo corto. Pero indudablemente requerían a más de un hombre, aparte de un tiempo considerable y preparación; en resumen, estaban en la frontera del timo a lo grande. Y tenían una seria desventaja: si el imbécil daba el soplo, te cazaban. No habías cometido un error. No era cuestión de mala suerte. Sencillamente, ocurría.
         Había dos detalles esenciales en el timo que Mintz no explicó a su alumno. Uno de ellos resultaba imposible de explicar; se trataba de un hábito adquirido, algo que cada uno tenía que practicar por sí mismo y a su propio modo: mantener un alto nivel de anonimato mientras permanecía en circulación. Naturalmente, no podías disfrazarte. Se trataba más bien de no hacer nada. Evitar cualquier amaneramiento, cualquier expresión, cualquier acento o muletilla, cualquier gesto, postura o modo de andar; todo aquello que pudiera ser recordado.
         Y ya tenemos el primero de los detalles esenciales que no pueden explicarse.
         Seguramente Mintz no le explicó el segundo porque no le pareció necesario. Se trataba de algo que Roy debía de saber ya.
         Las lecciones concluyeron.
         Roy se puso a trabajar duro en el timo. Adquirió un elegante vestuario. Se mudó a un buen hotel. Aún mimándose con cierta extravagancia, amasó un fajo de más de cuatro mil dólares.
         Transcurrieron los meses. Un día, cuando comía en un comedor del Astoria, entró un detective buscándolo.
         Habló con el propietario y le describió a Roy. No tenía fotografías suyas, pero sí un retrato robot, y este era de un asombroso parecido.
         Roy observó cómo miraban en su dirección mientras hablaban y pensó en huir desesperadamente. En largarse por la cocina y salir por la puerta trasera. Probablemente lo único que evitó que lo hiciera fue la debilidad de sus piernas.
         Entonces se miró en el espejo que había a su espalda y suspiró aliviado.
         Había subido la temperatura después de salir de su hotel, así que había guardado su sombrero, abrigo y corbata en una consigna del metro. A continuación, solo hacía una hora, se había cortado el pelo al estilo militar.
         Su imagen había cambiado considerablemente; al menos, lo suficiente como para no ser reconocido. Pero temblaba de pies a cabeza. Se escabulló hasta la habitación de su hotel preguntándose si volvería a tener agallas para trabajar de nuevo. Permaneció en el hotel hasta que oscureció y después se fue a buscar a Mintz.
         Mintz se había ido del hotelucho en que vivía. Se había marchado hacía meses sin dejar dirección alguna. Roy se lanzó a buscarlo. Por pura suerte lo encontró en un bar a seis manzanas.
         El timador se quedó horrorizado cuando Roy le contó lo sucedido.
         —¿Quieres decir que has estado trabajando aquí todo este tiempo? ¿Has trabajado de fijo? ¡Dios mío! ¿Sabes dónde he estado durante los últimos seis meses? ¡En una docena de sitios! ¡Fui hasta la costa y volví!
         —Pero ¿por qué? Bueno, Nueva York es una ciudad muy grande, y...
         Mintz lo cortó con impaciencia. Nueva York no era una ciudad muy grande, le dijo. Lo único es que había mucha gente viviendo apretujada en un área bastante reducida. Y no, tu suerte no mejoraba saliendo del congestionado Manhattan para meterte en otro barrio. No solo no dejabas de toparte con la misma gente, gente que trabajaba en Manhattan y vivía en Astoria, Jackson Heights, etcétera, sino que además resultabas más sospechoso. Era más fácil que los primos te descubrieran.
         —Y chico, hasta un ciego podría descubrirte. ¡Mira ese corte de pelo! ¡Mira ese reloj de lujo y los tres tonos chillones de tus zapatos! ¡Por qué no te pones también un parche en el ojo y los piños de oro!
         Roy enrojeció. Le preguntó preocupado si ocurría lo mismo en todas las ciudades. ¿Tenías que andar saltando de ciudad en ciudad, gastando tu capital para mudarte cuando comenzabas a conocer lo que te rodeaba?
         —¿Qué quieres? —Mintz se encogió de hombros—. ¿Un huevo en la cerveza? Por ejemplo, en la zona de Los Ángeles uno se puede quedar una temporada, porque no es solo una ciudad, sino un condado lleno de ellas, docenas de ellas. Y con un tráfico tan malo y ese asqueroso sistema de transportes la gente no se mezcla como lo hace en Nueva York. Pero... —lo apuntó con un dedo en un gesto de advertencia— pero eso no significa que puedas andar por ahí como un loco. Eres un timador, ¿sabes?, un ladrón. No tienes ni hogar, ni amigos, ni modo de subsistencia a la vista. Y mejor te metes eso en la cabezota de una vez por todas.
         —Lo haré —prometió Roy—. Pero Mintz...
         —¿Sí?
         Roy sonrió y movió la cabeza, guardándose para sí mismo sus pensamientos: «Supón que tuviese un hogar, una residencia fija. Supón que tuviera cientos de amigos y conocidos. Supón que tuviera un empleo y...».
         Y llamaron a la puerta, y él dijo:
         —Entra, Lilly.
         Y su madre entró.



         6



         No parecía haber pasado un año por ella desde que la había visto por última vez. Roy tenía ya veinticinco años, lo que significaba que ella rondaba los treinta y nueve. Pero aparentaba treinta y pocos, treinta y uno o treinta y dos. Se parecía a... a... ¡pues claro!, ¡a Moira Langtry! Esa era la persona a quien le recordaba. No es que se pareciesen exactamente; ambas eran morenas y de la misma talla, pero de cara no se parecían en nada. Se trataba de una similitud de tipo más que personal. Pertenecían al mismo rebaño: mujeres que sabían a la perfección qué tenían que hacer para conservar y realzar su atractivo natural. Mujeres que o lo poseían o no escatimaban esfuerzos por conseguirlo.
         Lilly tomó una silla con timidez, insegura de ser bien recibida, y rápidamente explicó que se encontraba en Los Ángeles por negocios.
         —Controlo apuestas desde fuera, Roy. Regreso a Baltimore en cuanto terminen las carreras.
         Roy asintió. La explicación era razonable. Controlar apuestas desde fuera era práctica común en las apuestas profesionales a gran escala y consistía en rebajar los puntos de ventaja de un caballo metiendo dinero al resto de los caballos.
         —Me alegro de verte, Lilly. Lo hubiera sentido si no te hubieras dejado caer por aquí.
         —Yo también me alegro de verte, Roy. —Echó un vistazo a su alrededor y se inclinó hacia delante para fisgar el baño. Lentamente su timidez se tornó en una mueca de perplejidad—. Roy —le dijo—, ¿qué significa esto? ¿Por qué vives en un sitio como este?
         —¿Qué tiene de malo?
         —¡No me tomes el pelo! No es tu estilo, eso es lo que tiene de malo. ¡Échale un vistazo! ¡Mira esos rancios cuadros de payaso! ¿Es una muestra del gusto de mi hijo? ¿A Roy Dillon le va lo rancio?
         De no haberse sentido tan débil, Roy se habría reído. Los cuatro cuadros eran su propia contribución a la decoración. Oculta en sus marcos se encontraba la pasta de sus timos, cincuenta y dos mil dólares en metálico.
         Le respondió que había alquilado la habitación tal como estaba, lo mejor que podía permitirse. Después de todo, solo era un vendedor a comisión y...
         —Y aparte eso —apuntó Lilly—. ¿Cuatro años en una ciudad como Los Ángeles y todo lo que tienes es un empleo de vendedor de pacotilla? ¿Esperas que me lo trague? Es una tapadera, ¿no? Esta pocilga es una tapadera. Estás tramando algo, y no me lo niegues porque yo escribí el libro.
         —Lilly... —Su débil voz parecía surgir desde kilómetros de distancia—. Lilly, métete en tus malditos asuntos.
         Ella no dijo nada por un instante, recuperándose del rapapolvo, recordándose a sí misma que él era más un extraño que un hijo. Después, en tono semisuplicante, le dijo: —No tienes por qué hacerlo, Roy. Demasiada carne en el asador, más de la que yo he puesto jamás, y... ya sabes cuál suele ser el final, Roy. Yo...
         Los ojos de Roy permanecían cerrados, como diciendo que o se callaba o se largaba. Forzando una sonrisa, ella dijo que de acuerdo, que no iba a regañarlo desde el primer momento en que se veían.
         —¿Por qué estás todavía en la cama, hijo? ¿Estás enfermo?
         —No es nada —murmuró él—. Solo...
         Se acercó a la cama. Tímidamente le puso una mano en la frente y lanzó una exclamación de sorpresa.
         —¡Roy, estás frío como el hielo! Pero... —La luz se hizo sobre sus almohadas cuando ella encendió la lamparilla. Escuchó una nueva exclamación—. Roy, ¿qué ocurre? ¡Estás blanco como una sábana!
         —Nada... —Apenas podía mover los labios—. No sudo, Lilly.
         De repente se sentía infinitamente asustado. Sabía, sin saberlo, que se estaba muriendo. Y junto al terrible miedo a la muerte, sentía una incontenible tristeza; incontenible porque a nadie le importaba, nadie la compartía. Nadie, nadie en absoluto, para aliviársela.
         «¿Solo una muerte, Roy? Bueno, ¿por qué refunfuñas? Pero no pueden comerte, ¿no? Pueden matarte, pero no pueden comerte».
         —¡No! —exclamó con un sollozo, su voz abriéndose paso entre una abrumadora somnolencia—. ¡No te rías de mí...!
         —¡No lo hago! ¡No me río de ti, cariño! Yo... ¡escúchame, Roy! —Apretó su mano casi con violencia—. No parece que estés enfermo, no tienes fiebre ni... ¿Dónde te duele? ¿Te ha herido alguien?
         No le dolía. No había sentido dolor desde el día del golpe...
         —Me dieron... —murmuró—. Hace tres días.
         —¿Tres días? ¿Cómo? ¿Dónde te dieron? Pero... ¡Espera un minuto, querido! Tú espera hasta que tu madre llame por teléfono, y después...
         En lo que fue un tiempo récord para el Grosvenor consiguió línea exterior. Al hablar por teléfono su voz chasqueaba como un látigo.
         —... Lilly Dillon, doctor. Trabajo para la compañía de entretenimientos Justus de Baltimore, y... ¿Qué? ¡No me vengas con pamplinas, tío! ¡No me digas que nunca has oído hablar de mí! ¡Si me obligas a llamar a Bobo Justus...! Muy bien entonces, ¡veamos lo que tardas en llegar aquí!
         Colgó el teléfono bruscamente y volvió junto a Roy.
         El médico llegó sin aliento y con aspecto taciturno. Después, olvidándose de su vanidad herida, se comió a Lilly con los ojos.
         —Siento mucho haber sido tan brusco, señora Dillon. Bueno, ¡no me diga que ese robusto joven es su hijo!
         —Eso no importa. —Lilly cortó sus piropos—. Haga algo por él, creo que está bastante mal.
         —Muy bien, veamos.
         Pasó por delante de ella para dirigirse a la cama donde yacía la pálida figura de Roy. De repente su afable actitud se desvaneció y su mano actuó con diligencia para comprobar el corazón de Roy, su pulso y la presión sanguínea.
         —¿Cuánto tiempo lleva así, señora Dillon? —Hablaba en tono seco, sin volverse hacia ella.
         —No lo sé. Cuando llegué hace una hora, ya estaba en cama. Parecía encontrarse bien mientras hablábamos, lo único es que era como si se debilitara y...
         —¡Apuesto a que sí! ¿Historial de úlceras?
         —No. Bueno, no lo sé. No lo he visto en siete años y... ¿Qué le ocurre, doctor?
         —¿Sabe si ha sufrido algún tipo de accidente durante los últimos días? ¿Algo que pudiera haberle causado una herida interna?
         —No... —Volvió a corregirse—: Bueno, sí, sí. Intentaba contármelo. Hace tres días lo golpearon en el estómago, algún borracho, supongo.
         —¿Algún vómito después? ¿Color café? —El médico echó la sábana hacia atrás asintiendo con gesto grave ante la mancha—. ¿Y bien?
         —No lo sé...
         —¿Cuál es su grupo sanguíneo? ¿Lo sabe, no?
         —No, yo...
         Volvió a cubrirlo con la sábana y se dirigió al teléfono. Mientras solicitaba una ambulancia, batiendo el récord del hotel por segunda vez en el día, contemplaba a Lilly con una especie de preocupado reproche. Colgó el teléfono.
         —Ojalá hubiera sabido su grupo sanguíneo —dijo—. Si hubiera podido hacerle una transfusión ahora mismo en vez de esperar a que averigüen su grupo...
         —Está... Se pondrá bien, ¿no?
         —Haremos todo lo posible; el oxígeno lo ayudará un poco.
         —Pero ¿se pondrá bien?
         —Su presión sanguínea está por debajo de cien, señora Dillon. Ha sufrido una hemorragia interna.
         —¡Basta! —Le apetecía gritarle—. ¡Le he hecho una pregunta! ¡Le he preguntado si...!
         —Lo siento —dijo él en tono pausado—. La respuesta es no. No creo que viva si no lo llevamos al hospital.
         Lilly sintió un mareo. Trató de sobreponerse poniéndose más derecha y haciendo que su voz sonara firme. Le habló al médico en tono tranquilo.

         —Mi hijo se pondrá bien —dijo—, de lo contrario, haré que le maten.