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jueves, 10 de julio de 2014

El milagro - JUAN BOLEA






























JUAN BOLEA, periodista y escritor. Nació en Cádiz en 1959, pero reside en Zaragoza. Se dedicó a la política antes que a la prosa. Su última novela, El manager, muestra el gusto del autor por James Ellroy.

Sergio Doménech acababa de cumplir veinte años. Era de Bolscan. Hijo de un profesor de literatura. Había comenzado a estudiar periodismo con el vago propósito de hacerse escritor. Al término del primer curso, por sus malas calificaciones, no pudo obtener beca de verano, pero al año siguiente lo consiguió. El jurado de la Asociación de la Prensa le destinó a la redacción de El Comercial, en Argenta.

Nunca había estado en el sur de la región. Con su puerto de mar y su suave clima marítimo, Bolscan nada tenía que ver con la seca y aislada Argenta. Cuando un autobús de línea lo dejó en la terminal, y salió a las calles abrasadas por el sol, Sergio empezó a sudar.

Para hospedarse, su padre le había conseguido una barata habitación en un colegio mayor. Sin perder tiempo, dejó la maleta y se presentó en el periódico. Estaba deseando empezar. Soñaba con ver su nombre en negras, encabezando grandes reportajes a siete columnas.

Eran las doce del mediodía, pero la redacción estaba casi desierta. Lo recibió uno de los redactores-jefes. Un hombretón de intimidatoria presencia, vestido con un pantalón de tergal gris y una camisa blanca de mangas cortas, con cercos de sudor.

—Lecuona —le dijo, sin levantarse de su mesa.
—Sergio...
—Doménech, ya sé. A local. Por aquí.

El redactor-jefe se levantó con pesadez, fumando un apestoso cigarro, y lo precedió por la sala. El departamento al que le habían asignado constaba materialmente de cuatro mesas en forma de cruz, un ordenador por cada tablero y, colgando del techo, un enorme ventilador de aspas de madera.

—Acaba usted de empezar —le dijo Lecuona, señalándole una de las desvencijadas sillas—. Pienso hacerle responsable de unas cuantas secciones. No se quejará: agenda, convocatorias, cortes de agua, parte policial, redacción de esquelas. Horario de tarde, de cuatro al cierre. Tráigase el bocadillo, aquí no hay servicio de cafetería. Si por las mañanas quiere venir, es cosa suya. No por eso firmaré un informe favorable.

La faria se le había apagado. Lecuona se puso a encenderla.

—¿Puedo hacerle una pregunta, Doménech?

Sergio se había sentado. Volvió a levantarse, con tanta brusquedad que derribó la silla. Lecuona sonrió torcidamente:

—¿Está nervioso?
—Un poco.
—Siéntese. La pregunta es: ¿Por qué ha elegido meterse en esto?
—Me gusta escribir —repuso Sergio, levantando la silla del suelo.
—¿Se refiere a componer versitos?
—Deje en paz al chico, Lecuona.

Un majestuoso anciano se les acercaba entre las mesas. Caminaba con dificultad, apoyándose en un bastón.

—El señor Vázquez de Luco, el subdirector —lo introdujo Lecuona.
—Mucho gusto —murmuró Sergio, impresionado. Había leído algunos artículos suyos. El viejo escribía diariamente, en la contraportada, bajo una foto en la que parecía bastante más joven. El becario volvió a levantarse, con la cara encendida.
—Siéntate, hijo. Os he oído hablar. Decías que te gusta escribir.
—Así es, señor —repuso Sergio, permaneciendo en pie.
—También a mí. Yo empecé como reportero, hará... Varias décadas. Usted no había entrado aún, Lecuona.
—Desde luego que no, don Leandro.
—Me dieron una oportunidad, y la aproveché. ¿Tú podrías hacer lo mismo, hijo?
—Creo que sí.
—¿Tener un reportaje de color listo en, digamos, un par de días?

Sergio asintió, sonriente.

—Buen muchacho. Asígnele un fotógrafo, Lecuona.
—No hará falta, señor. He traído mi propia cámara.

Vázquez de Luco le dirigió una mirada aprobatoria.

—Sal ahí afuera y tráenos algo que valga la pena.

Lecuona regresó a su mesa, atestada de papeles. Sergio cogió su mochila, con el cuaderno de notas y la máquina de fotos, y salió a las calles de Argenta. No tenía la menor referencia de la ciudad. Compró un helado, para combatir el calor, y anduvo al azar por el casco viejo. Habló con algunos personajes que le parecieron originales, un mimo, un trilero, una cigarrera, árabes en busca de trabajo, pero no le pareció que ninguno atesorase una historia lo bastante buena como para impresionar al viejo subdirector. "Y para darle por ahí a Lecuona", pensó, riendo solo.

Sus pasos le llevaron hasta el Mercado de Abastos. Entre el murmullo de la gente y los reclamos del vendedor de cupones, oyó cánticos religiosos. Las voces procedían de un local vecino. Sobre la puerta, toscas letras rezaban: "Hijos de Yahvé". Entró. Un centenar de personas se amontonaban en una sala sin ventanas. La temperatura era asfixiante. Al fondo, tras una especie de improvisado altar, un predicador entonaba salmos. Los fieles, en su mayoría gitanos, coreaban alabanzas. Se quedó en un rincón, fascinado. Cuando el oficio concluyó, se acercó al predicador.

—Doménech, de El Comercial —se presentó, resuelto.
—Bienvenido seas, hermano, en el nombre del Señor —repuso el predicador, que procedía a despojarse de una túnica bastante sucia. La recogió, junto con los libros sagrados, en una bolsa deportiva, y añadió—: Dios está en todas partes. También en ti. Pero para gozar de su rostro debemos practicar la humildad. ¿Posees tú esa virtud, hermano Doménech?

El becario repuso con rapidez:

—Me gustaría escribir sobre los "Hijos de Yahvé". Puedo hacerlo con humildad, si usted quiere.

El predicador esbozó una sonrisa.

—Soy Antonio, tan sólo un diácono. Pero mañana estará con nosotros nuestro pastor, el hermano Isaías. Él sí está autorizado.
—Podemos ir ganando tiempo. Hábleme de él.
—¿Del hermano Isaías? ¿En serio no le conoce?
—¿Por qué tendría que conocerle? ¿Ha hecho algún milagro?

El diácono cargó la bolsa deportiva. Sonrió de nuevo, esfumadamente.

—Vuelva usted mañana, hermano Doménech.

Sergio pasó la noche en vela, anotando impresiones. "Color", se insistía, emulando a Vázquez de Luco. Por la mañana estuvo un rato en el periódico, saludando a otros redactores. A primera hora de la tarde, bajo un sol abrasador, estaba haciendo guardia ante la secta de los Hijos de Yahvé.
Cuando el modesto templo estuvo abarrotado ocupó el mismo rincón del día anterior. El olor a humanidad era tan fuerte que apenas se podía respirar. Las primeras filas de fieles, dirigidas por el hermano Antonio, comenzaron a entonar salmos.

Una puerta oculta por un biombo dio paso al hermano Isaías. Era calvo, grueso. Llevaba una túnica blanca con el ojo de Yahvé dibujado a la altura del pecho.

Se hizo un silencio. Con voz alta y grave, el hermano Isaías habló a los presentes:

—Sólo los más humildes entrarán en el Reino de Dios. La hoja que cae del árbol y es barrida por el viento entrará en el Reino de Dios. El pájaro herido entrará en el Reino. Pero el hombre soberbio y sin fe apurará las penas del infierno por toda la eternidad.

El hermano Isaías prosiguió en este tono. Cuando su oratoria pareció fatigarse, se clavó de hinojos en un reclinatorio y oró. Cien gargantas entonaron salmos. Los cánticos de alabanza fueron subiendo de timbre, hasta repercutir en los muros.

El hermano Isaías se incorporó. Su calva brillaba de sudor. Dramáticamente, avanzó hacia una anciana sentada en una silla de ruedas, junto al primer banco. Sergio se había fijado en ella: arrugada, diminuta, las inválidas piernas cubiertas por una manta. El santón se inclinó y le impuso las manos. Conmocionada, la mujer intentó ponerse en pie. Los salmos sonaban con tanta fuerza que Sergio no oyó cómo el flash de su máquina se hacía añicos contra el suelo. Disparó entre la multitud, justo cuando la anciana empezaba a caminar hacia el altar. "¡Contemplad, incrédulos, la voluntad del Señor!", tronaba el hermano Isaías. "¡El Dios Padre ha querido que nuestra hermana Margarita vuelva a caminar! ¡Todopoderoso sea el Señor!"

El becario concluyó su reportaje a las once de la noche. Las fotos eran oscuras, pero se apreciaba el prodigio. Vázquez de Luco le preguntó si había confirmado la historia; Sergio le aseguró que Margarita, la mujer ungida, no se había levantado de la silla de ruedas en los últimos diez años. Esa información se la había proporcionado el hermano Antonio, pero no lo mencionó. El subdirector lo escrutó durante unos segundos que a Doménech le parecieron eternos. Dibujando una sonrisa de galápago, Vázquez de Luco destapó la estilográfica y disolvió con ironía la excesiva solemnidad del texto. Iba a publicarse a toda plana, con llamada en primera y el nombre de Sergio Doménech en negritas, centrado bajo el titular.
Sergio no pudo dormir. Compró un ejemplar en cuanto abrieron los quioscos. En la redacción fue felicitado por el propio director. Cuando ocupó su mesa de local estaba en una nube. Ojeó la tarea asignada por Lecuona: esquelas, anuncios, horarios de las farmacias de guardia. "Esto es impropio de mi talento", pensó, imaginando que en breve lo pasarían a la sección de reporteros. De golpe, su mirada se detuvo en el parte emitido por la Jefatura de Policía: "A última hora de la tarde de ayer, agentes de la Comisaría Central procedieron a detener, bajo acusación de estafa, robo y abusos sexuales a menores, a Isaías L. C., de 54 años de edad, natural de Argenta. Dicho individuo se hacía pasar por el líder mesiánico de una secta clandestina, "Hijos de Yahvé", a cuyos confiados miembros extorsionaba por distintos métodos..."

Como quien acaba de recibir una sentencia inapelable, el becario cogió la nota policial con la pinza de sus dedos y, mortalmente pálido, atravesó la sala de redacción hacia la mesa de Lecuona.


Relato publicado en El Periódico de Catalunya