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sábado, 29 de diciembre de 2012

El sur, cuento de Jorge Luis Borges.





El hombre que desembarcó en Buenos Aires en 1871 se llamaba Johannes Dahlmann y era pastor de la Iglesia evangélica; en 1939, uno de sus nietos, Juan Dahlmann, era secretario de una biblioteca municipal en la calle Córdoba y se sentía hondamente argentino. Su abuelo materno había sido aquel Francisco Flores, del 2 de infantería de línea, que murió en la frontera de Buenos Aires, lanceado por indios de Catriel: en la discordia de sus dos linajes, Juan Dahlmann (tal vez a impulso de la sangre germánica) eligió el de ese antepasado romántico, o de muerte romántica. Un estuche con el daguerrotipo de un hombre inexpresivo y barbado, una vieja espada, la dicha y el coraje de ciertas músicas, el hábito de estrofas del Martín Fierro, los años, el desgano y la soledad, fomentaron ese criollismo algo voluntario, pero nunca ostentoso. A costa de algunas privaciones, Dahlmann había logrado salvar el casco de una estancia en el Sur, que fue de los Flores: una de las costumbres de su memoria era la imagen de los eucaliptos balsámicos y de la larga casa rosada que alguna vez fue carmesí. Las tareas y acaso la indolencia lo retenían en la ciudad. Verano tras verano se contentaba con la idea abstracta de posesión y con la certidumbre de que su casa estaba esperándolo, en un sitio preciso de la llanura. En los últimos días de febrero de 1939, algo le aconteció.
Ciego a las culpas, el destino puede ser despiadado con las mínimas distracciones. Dahlmann había conseguido, esa tarde, un ejemplar descabalado de Las Mil y Una Noches de Weil; ávido de examinar ese hallazgo, no esperó que bajara el ascensor y subió con apuro las escaleras; algo en la oscuridad le rozó la frente, ¿un murciélago, un pájaro? En la cara de la mujer que le abrió la puerta vio grabado el horror, y la mano que se pasó por la frente salió roja de sangre. La arista de un batiente recién pintado que alguien se olvidó de cerrar le habría hecho esa herida. Dahlmann logró dormir, pero a la madrugada estaba despierto y desde aquella hora el sabor de todas las cosas fue atroz. La fiebre lo gastó y las ilustraciones de Las Mil y Una Noches sirvieron para decorar pasadillas. Amigos y parientes lo visitaban y con exagerada sonrisa le repetían que lo hallaban muy bien. Dahlmann los oía con una especie de débil estupor y le maravillaba que no supieran que estaba en el infierno. Ocho días pasaron, como ocho siglos. Una tarde, el médico habitual se presentó con un médico nuevo y lo condujeron a un sanatorio de la calle Ecuador, porque era indispensable sacarle una radiografía. Dahlmann, en el coche de plaza que los llevó, pensó que en una habitación que no fuera la suya podría, al fin, dormir. Se sintió feliz y conversador; en cuanto llegó, lo desvistieron; le raparon la cabeza, lo sujetaron con metales a una camilla, lo iluminaron hasta la ceguera y el vértigo, lo auscultaron y un hombre enmascarado le clavó una aguja en el brazo. Se despertó con náuseas, vendado, en una celda que tenía algo de pozo y, en los días y noches que siguieron a la operación pudo entender que apenas había estado, hasta entonces, en un arrabal del infierno. El hielo no dejaba en su boca el menor rastro de frescura. En esos días, Dahlmann minuciosamente se odió; odió su identidad, sus necesidades corporales, su humillación, la barba que le erizaba la cara. Sufrió con estoicismo las curaciones, que eran muy dolorosas, pero cuando el cirujano le dijo que había estado a punto de morir de una septicemia, Dahlmann se echó a llorar, condolido de su destino. Las miserias físicas y la incesante previsión de las malas noches no le habían dejado pensar en algo tan abstracto como la muerte. Otro día, el cirujano le dijo que estaba reponiéndose y que, muy pronto, podría ir a convalecer a la estancia. Increíblemente, el día prometido llegó.
A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos; Dahlmann había llegado al sanatorio en un coche de plaza y ahora un coche de plaza lo llevaba a Constitución. La primera frescura del otoño, después de la opresión del verano, era como un símbolo natural de su destino rescatado de la muerte y la fiebre. La ciudad, a las siete de la mañana, no había perdido ese aire de casa vieja que le infunde la noche; las calles eran como largos zaguanes, las plazas como patios. Dahlmann la reconocía con felicidad y con un principio de vértigo; unos segundos antes de que las registraran sus ojos, recordaba las esquinas, las carteleras, las modestas diferencias de Buenos Aires. En la luz amarilla del nuevo día, todas las cosas regresaban a él.
Nadie ignora que el Sur empieza del otro lado de Rivadavia. Dahlmann solía repetir que ello no es una convención y que quien atraviesa esa calle entra en un mundo más antiguo y más firme. Desde el coche buscaba entre la nueva edificación, la ventana de rejas, el llamador, el arco de 1a puerta, el zaguán, el íntimo patio.
En el hall de la estación advirtió que faltaban treinta minutos. Recordó bruscamente que en un café de la calle Brasil (a pocos metros de la casa de Yrigoyen) había un enorme gato que se dejaba acariciar por la gente, como una divinidad desdeñosa. Entró. Ahí estaba el gato, dormido. Pidió una taza de café, la endulzó lentamente, la probó (ese placer le había sido vedado en la clínica) y pensó, mientras alisaba el negro pelaje, que aquel contacto era ilusorio y que estaban como separados por un cristal, porque el hombre vive en el tiempo, en la sucesión, y el mágico animal, en la actualidad, en la eternidad del instante.
A lo largo del penúltimo andén el tren esperaba. Dahlmann recorrió los vagones y dio con uno casi vacío. Acomodó en la red la valija; cuando los coches arrancaron, la abrió y sacó, tras alguna vacilación, el primer tomo de Las Mil y Una Noches. Viajar con este libro, tan vinculado a la historia de su desdicha, era una afirmación de que esa desdicha había sido anulada y un desafío alegre y secreto a las frustradas fuerzas del mal.
A los lados del tren, la ciudad se desgarraba en suburbios; esta visión y luego la de jardines y quintas demoraron el principio de la lectura. La verdad es que Dahlmann leyó poco; la montaña de piedra imán y el genio que ha jurado matar a su bienhechor eran, quién lo niega, maravillosos, pero no mucho más que la mañana y que el hecho de ser. La felicidad lo distraía de Shahrazad y de sus milagros superfluos; Dahlmann cerraba el libro y se dejaba simplemente vivir.
El almuerzo (con el caldo servido en boles de metal reluciente, como en los ya remotos veraneos de la niñez) fue otro goce tranquilo y agradecido.
Mañana me despertaré en la estancia, pensaba, y era como si a un tiempo fuera dos hombres: el que avanzaba por el día otoñal y por la geografía de la patria, y el otro, encarcelado en un sanatorio y sujeto a metódicas servidumbres. Vio casas de ladrillo sin revocar, esquinadas y largas, infinitamente mirando pasar los trenes; vio jinetes en los terrosos caminos; vio zanjas y lagunas y hacienda; vio largas nubes luminosas que parecían de mármol, y todas estas cosas eran casuales, como sueños de la llanura. También creyó reconocer árboles y sembrados que no hubiera podido nombrar, porque su directo conocimiento de la campaña era harto inferior a su conocimiento nostálgico y literario.
Alguna vez durmió y en sus sueños estaba el ímpetu del tren. Ya el blanco sol intolerable de las doce del día era el sol amarillo que precede al anochecer y no tardaría en ser rojo. También el coche era distinto; no era el que fue en Constitución, al dejar el andén: la llanura y las horas lo habían atravesado y transfigurado. Afuera la móvil sombra del vagón se alargaba hacia el horizonte. No turbaban la tierra elemental ni poblaciones ni otros signos humanos. Todo era vasto, pero al mismo tiempo era íntimo y, de alguna manera, secreto. En el campo desaforado, a veces no había otra cosa que un toro. La soledad era perfecta y tal vez hostil, y Dahlmann pudo sospechar que viajaba al pasado y no sólo al Sur. De esa conjetura fantástica lo distrajo el inspector, que al ver su boleto, le advirtió que el tren no lo dejaría en la estación de siempre sino en otra, un poco anterior y apenas conocida por Dahlmann. (El hombre añadió una explicación que Dahlmann no trató de entender ni siquiera de oír, porque el mecanismo de los hechos no le importaba).
El tren laboriosamente se detuvo, casi en medio del campo. Del otro lado de las vías quedaba la estación, que era poco más que un andén con un cobertizo. Ningún vehículo tenían, pero el jefe opinó que tal vez pudiera conseguir uno en un comercio que le indicó a unas diez, doce, cuadras.
Dahlmann aceptó la caminata como una pequeña aventura. Ya se había hundido el sol, pero un esplendor final exaltaba la viva y silenciosa llanura, antes de que la borrara la noche. Menos para no fatigarse que para hacer durar esas cosas, Dahlmann caminaba despacio, aspirando con grave felicidad el olor del trébol.
El almacén, alguna vez, había sido punzó, pero los años habían mitigado para su bien ese color violento. Algo en su pobre arquitectura le recordó un grabado en acero, acaso de una vieja edición de Pablo y Virginia. Atados al palenque había unos caballos. Dahlmam, adentro, creyó reconocer al patrón; luego comprendió que lo había engañado su parecido con uno de los empleados del sanatorio. El hombre, oído el caso, dijo que le haría atar la jardinera; para agregar otro hecho a aquel día y para llenar ese tiempo, Dahlmann resolvió comer en el almacén.
En una mesa comían y bebían ruidosamente unos muchachones, en los que Dahlmann, al principio, no se fijó. En el suelo, apoyado en el mostrador, se acurrucaba, inmóvil como una cosa, un hombre muy viejo. Los muchos años lo habían reducido y pulido como las aguas a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia. Era oscuro, chico y reseco, y estaba como fuera del tiempo, en una eternidad. Dahlmann registró con satisfacción la vincha, el poncho de bayeta, el largo chiripá y la bota de potro y se dijo, rememorando inútiles discusiones con gente de los partidos del Norte o con entrerrianos, que gauchos de ésos ya no quedan más que en el Sur.
Dahlmann se acomodó junto a la ventana. La oscuridad fue quedándose con el campo, pero su olor y sus rumores aún le llegaban entre los barrotes de hierro. El patrón le trajo sardinas y después carne asada; Dahlmann las empujó con unos vasos de vino tinto. Ocioso, paladeaba el áspero sabor y dejaba errar la mirada por el local, ya un poco soñolienta. La lámpara de kerosén pendía de uno de los tirantes; los parroquianos de la otra mesa eran tres: dos parecían peones de chacra: otro, de rasgos achinados y torpes, bebía con el chambergo puesto. Dahlmann, de pronto, sintió un leve roce en la cara. Junto al vaso ordinario de vidrio turbio, sobre una de las rayas del mantel, había una bolita de miga. Eso era todo, pero alguien se la había tirado.
Los de la otra mesa parecían ajenos a él. Dalhman, perplejo, decidió que nada había ocurrido y abrió el volumen de Las Mil y Una Noches, como para tapar la realidad. Otra bolita lo alcanzó a los pocos minutos, y esta vez los peones se rieron. Dahlmann se dijo que no estaba asustado, pero que sería un disparate que él, un convaleciente, se dejara arrastrar por desconocidos a una pelea confusa. Resolvió salir; ya estaba de pie cuando el patrón se le acercó y lo exhortó con voz alarmada:
-Señor Dahlmann, no les haga caso a esos mozos, que están medio alegres.
Dahlmann no se extrañó de que el otro, ahora, lo conociera, pero sintió que estas palabras conciliadoras agravaban, de hecho, la situación. Antes, la provocación de los peones era a una cara accidental, casi a nadie; ahora iba contra él y contra su nombre y lo sabrían los vecinos. Dahlmann hizo a un lado al patrón, se enfrentó con los peones y les preguntó qué andaban buscando.
El compadrito de la cara achinada se paró, tambaleándose. A un paso de Juan Dahlmann, lo injurió a gritos, como si estuviera muy lejos. Jugaba a exagerar su borrachera y esa exageración era otra ferocidad y una burla. Entre malas palabras y obscenidades, tiró al aire un largo cuchillo, lo siguió con los ojos, lo barajó e invitó a Dahlmann a pelear. El patrón objetó con trémula voz que Dahlmann estaba desarmado. En ese punto, algo imprevisible ocurrió.
Desde un rincón el viejo gaucho estático, en el que Dahlmann vio una cifra del Sur (del Sur que era suyo), le tiró una daga desnuda que vino a caer a sus pies. Era como si el Sur hubiera resuelto que Dahlmann aceptara el duelo. Dahlmann se inclinó a recoger la daga y sintió dos cosas. La primera, que ese acto casi instintivo lo comprometía a pelear. La segunda, que el arma, en su mano torpe, no serviría para defenderlo, sino para justificar que lo mataran. Alguna vez había jugado con un puñal, como todos los hombres, pero su esgrima no pasaba de una noción de que los golpes deben ir hacia arriba y con el filo para adentro. No hubieran permitido en el sanatorio que me pasaran estas cosas, pensó.
-Vamos saliendo- dijo el otro.
Salieron, y si en Dahlmann no había esperanza, tampoco había temor. Sintió, al atravesar el umbral, que morir en una pelea a cuchillo, a cielo abierto y acometiendo, hubiera sido una liberación para él, una felicidad y una fiesta, en la primera noche del sanatorio, cuando le clavaron la aguja. Sintió que si él, entonces, hubiera podido elegir o soñar su muerte, ésta es la muerte que hubiera elegido o soñado.
Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura.

Fuente: http://www.apocatastasis.com/borges-el-sur-dahlmann-cuento.php#axzz2GRZVk77J

domingo, 10 de junio de 2012

Katzelmacher (1969)




















Dirección y guión: Rainer Werner Fassbinder, según su obra teatral Fotografía: Dietrich Lohmann (B/N, 35 mm, 1.33:1) Montaje: Rainer Werner Fassbinder Música: Arreglos de Peer Raben sobre la Danza Germana de Schubert, Op.33 No.7, D.783 Dirección artística: Rainer Werner Fassbinder Sonido: Gottfried Hüngsberg Producción: Antiteater-X-Film Coste: 80000 marcos Duración del rodaje: 9 días (agosto 1969) Duración: 88 minutos Fecha de estreno: 8-10-1969, en el Festival de Mannheim Cita de Yaak Karsunke con que da comienzo el film: "Es mejor cometer nuevos errores que convertir los antiguos en habituales"

Intérpretes: Hanna Schygulla (Marie), Lilith Ungerer (Helga), Elga Sorbas (Rosy), Doris Mattes (Gunda), Rainer Werner Fassbinder (Jorgos), Rudolf Waldemar Brem (Paul), Hans Hirschmüller (Erich), Harry Baer (Franz), Peter Moland (Peter), Hannes Gromball (Klaus), Irm Hermann (Elisabeth)...

Premios y nominaciones: Premio de la Academia Alemana de Artes Escénicas. Bundesfilmpreis (Premios del Film Alemán): Premio a la Mejor Película; Premio al Mejor Guión; Premio al conjunto de actrices del Antiteatro compartido con su trabajo en El amor es más frío que la muerte y Dioses de la peste; Premio a la Mejor Fotografía compartido con El amor es más frío que la muerte y Dioses de la peste; Premio en metálico de 250000 marcos a Rainer Werner Fassbinder; Nominación en el año 1989 a un premio especial conmemorativo del Cuarenta Aniversario de la República Federal Alemana.  Festival de Mannheim: Premio Interfilm

La fría, aburrida y monótona vida de un grupo de jóvenes residentes en un suburbio de Munich, con sus pequeños altercados, amoríos y frustraciones cotidianas, se ve amenazada cuando un trabajador inmigrante, el griego Jorgos, alquila una habitación y se gana el afecto de una de las chicas del grupo, lo que provoca en los demás la aparición de sentimientos de odio y rechazo hacia el intruso.

Katzelmacher es el término con que despectivamente se refieren en Alemania a los inmigrantes que proceden de países mediterráneos, equiparando su potencia sexual para la procreación con la capacidad de un gato para engendrar crías (literalmente, puede traducirse como "fabricante de gatitos").

"En esta película, todo parece permanecer en un estado de latencia total. No pasa nada, hasta que el deseo de que pase algo encuentra una salida y una víctima", afirma Hans Günther Pflaum. Efectivamente, los diferentes personajes de esta obra no llevan a cabo ninguna actividad importante: pasan el tiempo sentados en una barandilla, jugando a las cartas en un bar o en la cama con alguien. Solos, en pareja, en grupo, se dedican a mantener conversaciones banales y a intercambiar rumores, se agreden física y verbalmente, se aburren, beben: "Todo transcurre de forma normal, como se supone que debiera ser. Nada marca la diferencia en el aislamiento de ese refugio suburbano de clase media-baja. Solo cuando Jorgos, un griego de Grecia, penetra en ese mundo y con su no entender desencadena la xenofobia, la envidia respecto a su conducta sexual, la agresión contra el extranjero, el síndrome fascista en definitiva, todos despiertan, se liberan de su estado de latencia y le dan una paliza" (Fassbinder).

Esta agresión contra Jorgos no tiene nada que ver con sus características personales: más bien constituye la expresión de las inseguridades, envidias, frustraciones, mediocridades, deseos insatisfechos y anomalías presentes en el sombrío ambiente muniqués antes de su llegada, convirtiéndose el griego en el catalizador, en el chivo expiatorio, en un monstruo contra el que todos, a falta de otras motivaciones, metas y objetivos, dirigen su hostilidad paranoica ("Katzelmacher opone un hombre a una comunidad como si fuera una nación: es un virus que hay que destruir, el semental, el extranjero, el alienígena que contamina en su origen la pureza original. Aquí, el ángulo de mira del tema de la inmigración magnifica el medio y empequeñece la silueta del intruso", Yann Lardeau). Por otra parte, en su segunda película, Fassbinder expone ya de forma implacable cómo las relaciones de propiedad existentes en la sociedad burguesa se extienden a la sexualidad: el inmigrante no solo puede usurpar un puesto de trabajo sino también arrebatarles una chica. Y es que solo la joven Marie es capaz de tener una consideración distinta de él porque siempre mira a los ojos y le dice cosas que otros nunca le dirigen.

El estilo de Katzelmacher significó un punto y aparte tanto en el Nuevo Cine Alemán como respecto a la obra fílmica de su autor: "Nunca la dirección de Fassbinder fue más radical. Pocas veces la visible rigidez de sus películas reflejó de forma tan conscientemente el agarrotamiento emocional de los personajes como en esta ocasión" (H. G. Pflaum). Y lo logró gracias a una cámara que se mantiene inmóvil frente a los caracteres. A lo largo del metraje, como si de un estribillo visual se tratase (reforzado, además, por la pieza para piano de Schubert que suena), las tomas estáticas solo se interrumpen cuando, en varias ocasiones, algunos de los personajes pasean en pareja por una misma y solitaria calle, avanzando frente a la cámara mientras ésta retrocede mediante un largo y lento travelling que, además, no provoca sensación de movimiento alguno: "Es una película hecha completamente a base de tomas fijas. Como sabe todo el mundo, las primeras obras de Fassbinder contaban con un escasísimo presupuesto y pedíamos prestado o alquilábamos todo lo que necesitábamos. Los estudios Baviera nos dejó en aquella ocasión una cámara Arriflex cuya voluminosa cabeza giratoria era muy difícil de mover, y un travelling Fischer, monstruoso trasto grande y pesado que casi tampoco podíamos mover. En Katzelmacher, Rainer y yo hicimos de la necesidad virtud simplemente no moviendo la cámara porque costaba mucho. Nos limitamos, por tanto, a hacer una serie de tomas fijas y eso se convirtió en un principio estilístico" (Dietrich Lohmann, director de fotografía).

Pero el personal estilo del film también reside en la forma minimalista con que se expresan los personajes (palabras de una sílaba, frases simples que responden a primitivos clichés pequeñoburgueses, sentencias) y el peculiar modo tan frío como extrañamente afectado en que declaman: los breves diálogos que tienen lugar en las tomas estáticas que se suceden como si de viñetas se tratasen y que derivan frecuentemente en conversaciones de cariz agresivo e intolerante, transmiten la sensación de ser pequeños poemas en prosa. Braad Thomsen se refiere a ello como poesía dolorosamente silenciada, amplificada por aquellos momentos en que no existe diálogo y los jóvenes se dedican a observar, a acicalarse o sencillamente a poner de manifiesto su incomunicación.

Volviendo a la trama de la película (considerada con razón no ya una de las mejores de su autor sino de la historia de la cinematografía alemana), tras la paliza que propinan a Jorgos, el entorno que le rodea acaba autoconvenciéndose por puro, único y simple interés económico, de que le conviene la presencia de este y otros inmigrantes para explotarlos económicamente y porque conviene al Estado: "La intriga con sabor a fábula del argumento de Katzelmacher demuestra la interdependencia que existe entre el fascismo cotidiano y el mezquino capitalismo burgués", consideró acertadamente el crítico Volker Canaris. Tal y como afirma Christian Braad Thomsen, "si uno pudiera definir esquemáticamente en términos políticos los modelos sociales a los que aspiran los personajes, solo habría dos opciones: una sociedad cuyos comportamientos de grupo tienden al fascismo, o una sociedad sin el concepto de propiedad, donde el amor es puro y bello, que es la que desea Marie ("En Grecia todo es diferente"). Sin moralejas, Fassbinder determina estos dos modelos entre los que uno puede escoger, y en sus films futuros intentará repetidamente mostrar la necesidad y posibilidad de esta segunda vía anarquista".

Fuente:  http://www.rafamorata.com/katzelmacher.html

sábado, 9 de junio de 2012

Amigos mios (1975)














Sinopsis

Cuatro amigos cincuentones, que llevan toda la vida juntos, se pasan el día organizando bromas pesadas para burlarse de los demás. Son el periodista Giorgio Perozzi, perseguido por la reprobación de su hijo y su ex-mujer; el arquitecto Rambaldo Melandri, sensible a los asuntos del corazón; el barman Guido Necchi, propietario del bar en el que el grupo se reúne cada noche; el conde Mascetti, un noble venido a menos, obligado a vivir en un sótano, que no tiene ningún escrúpulo a la hora de alejar a su mujer y su hija para disfrutar de una relación clandestina con su joven amante, Titti. Todos ellos, conscientes de que les ayuda a seguir unidos, recurren a las bromas para prolongar su juventud y defenderse de las penas de la vida. Sin embargo, tras una broma que termina mal, las lesiones que se producen les obligan a pasar una larga temporada en el hospital donde Melandri conoce a Donatella, la mujer del doctor Sassaroli, y se enamora locamente. El tiempo transcurre sin noticias del arquitecto, hasta el día en que, desesperado, reaparece de repente en el bar de Necchi en busca de ayuda: la relación que creía idílica en realidad es muy tumultuosa, también por las injerencias de Sassaroli, que ya se ha convertido en ex-marido de Donatella. Invitados a casa de la pareja para librarse del médico con una broma pesada, en cambio terminan por entenderse con él y con la ayuda de su autoridad convencen a Melandri para que abandone a su difícil mujer y vuelva a divertirse con ellos, libre de toda responsabilidad. Ahora, con el doctor Sassaroli, el grupo ha adquirido un nuevo miembro. Vuelven así a sus bromas, superando los obstáculos de la vida de todos los días, hasta la noche en que Perozzi sufre un infarto que le lleva a la tumba. Sin embargo, en el corazón de los cuatro supervivientes también la muerte adquiere un significado ridículo, recordando el hecho de que se puede vivir y sonreír hasta el último instante.

Ficha técnica
Género                        Comedia
Título Original Amici Miei
Director                       Mario Monicelli
Protagonistas               Philippe Noiret, Ugo Tognazzi, Adolfo Celi, Duilio Del Prete, Gastone Moschin
Año de producción      1975

Fuente:  http://www.cinefis.com.ar/amigos-mios/pelicula/35965

viernes, 8 de junio de 2012

Ruleta china (Chinesisches Roulette, 1976)

Dirección y guión: Rainer Werner Fassbinder Fotografía: Michael Ballhaus (Color, 35 mm, 1.66:1) Montaje: Ila von Hasperg Música: Peer Raben Dirección Artística: Kurt Raab, Peter Müller, Helga Ballhaus Sonido: Roland Henschke Producción: Albatros Produktion, München; Les Films du Losange, Paris Coste: 1,1 millones de marcos Duración del rodaje: 36 días (abril-junio 1976) Duración: 86 minutos Fecha de estreno: 16-11-1976, en el Festival de París Intérpretes: Margit Carstensen (Ariane), Anna Karina (Irene), Alexander Allerson (Gerhard), Ulli Lommel (Kolbe), Andrea Schober (Angela), Macha Meril (Traunitz), Brigitte Mira (Kast), Volker Spengler (Gabriel), Armin Meier (Gasolinero), Roland Henschke (Mendigo) Esta parábola acerca del mundo burgués, sus ritos y sus mentiras se centra en la historia de la adolescente discapacitada Angela, hija de padres ricos y liberales, cuyo odio hacia ellos -los culpa de su enfermedad- le lleva a tenderles una trampa para que un fin de semana coincidan en su casa de campo con sus respectivos amantes. En el lugar también se encuentran el ama de llaves (con quien el padre de la chica parece envuelto en una turbia historia criminal) y Gabriel, su hijo anarquista, escritor-plagiador en sus ratos libres. Por la noche, durante la cena, llegan Angela y la institutriz muda que la cuida. Poco a poco se va generando una creciente tensión emocional entre los habitantes de la casa que estalla cuando la niña invita a todos a jugar a la Ruleta China o juego de la verdad, donde los jugadores se dividen en dos bandos que, por turno, escogen a alguien del equipo contrario para que averigüen de quién se trata realizando una serie de preguntas -a menudo ofensivas- sobre su persona. Una vez que el juego de la verdad ha despojado a todos los participantes de sus hipócritas formas, máscaras y convenciones, irrumpe la tragedia: la madre de Angela, que en un primer momento coge una pistola y apunta hacia su propia hija, acaba disparando a la institutriz en el cuello. Un poco más tarde se escucha en off un segundo y enigmático disparo. Ruleta china es una de las películas más sofisticadas de Fassbinder: llevado por la idea de que las drogas le ayudarían a aumentar su creatividad, realizó una obra que compensaba una línea argumental breve, mínima, casi anecdótica, con un trabajo de cámara ejemplar, deslumbrante, que se desliza a través de los personajes y los envuelve una y otra vez encuadrándolos en poses muy estudiadas, al tiempo que el director juega con ellos y los coloca como lo haría un jugador de ajedrez sobre un tablero para descubrir las relaciones que entre todos se establecen. Los estantes de plexiglás que se distribuyen en el salón principal donde tiene lugar gran parte de los hechos doblan, triplican, distorsionan o cortan los rostros de los personajes. Del mismo modo, la cámara da vueltas a su alrededor constantemente, y cuando permanece inmóvil, el foco en plano general, actuando como un bisturí, se desplaza hasta lograr un primer plano de un rostro situado al fondo de la imagen. Es como si toda la energía, imaginación y vitalidad que desprende la cámara pusiera de manifiesto la inmovilidad, la rigidez, la ausencia de vida de los personajes, la constatación de un mundo petrificado, muerto, aniquilado por las mentiras e hipocresías de la burguesía, demostrando constantemente que, como el texto de Rimbaud que lee Angela, “Yo es otro”. Si Fassbinder hasta entonces había retratado en sus películas a personas que habían perdido parte de su individualidad, con Ruleta china da la impresión de que los desposeyó de la misma por completo, reduciéndolos a meros estereotipos de la clase media-alta. Este aspecto tan importante es una de las razones que, tristemente, ha provocado que nos encontremos ante una obra incomprendida, siendo acusada a menudo por su esquematismo, olvidando que el verdadero protagonista es el único elemento dotado de vida: la cámara, que es quien coreografiando sus acciones psicológicas (moviéndose en amplios espacios vacíos repletos de líneas de atracción y repulsión, amor, deseo y celos que los une y separa a la vez) tiene realmente algo que decir al espectador de los personajes, y no ellos mismos ni su propia historia pues, como los muñecos de la propia Angela, simplemente son marionetas de un juego cuyas reglas invisibles pueden destruirlos hasta la muerte. Para concluir este comentario, resulta interesante traer a colación una anécdota relacionada con la película. Una tarde pasó una procesión por delante de la casa donde tiene lugar la acción y el equipo de rodaje aprovechó este hecho imprevisto para grabarlo. Fassbinder decidió entonces utilizar ese material en la secuencia final. Como por sí solo no cumplía una función narrativa, se le ocurrió utilizar sobre esas imágenes el disparo en off que se escucha desde dentro de la casa, el Kyrie y la cita que contiene las palabras que invariablemente se pronuncian en cualquier ceremonia religiosa: “¿Estáis dispuestos a contraer matrimonio, ser fieles y amaos el uno al otro hasta que la muerte os separe?”. Ello le permitió poner un punto y final ciertamente satírico y casi apocalíptico a este ritual de falsas apariencias y engaños. A pesar de ser radicalmente diferentes a nivel estilístico, El asado de Satán, Solo quiero que me ames y Ruleta china constituyen una especie de trilogía sobre la sociedad que, aunque abordada desde diferentes puntos de vista (los artistas pseudo-emancipados, la clase trabajadora, la clase media-alta), encierra una misma conclusión: la identidad de las personas, sin importar la clase social de la que proceden, es destruida por la educación burguesa y, en consecuencia, acaba derivando hacia el masoquismo en su dimensión social (el individuo, obediente, casi anulado, se subordina a sus padres, al trabajo, al matrimonio en Solo quiero que me ames), sexual (el sexo se vincula a la humillación, abuso e incluso al deseo de morir en El asado de Satán) y psicológica (la pulsión de la muerte recorre los personajes sin vida de Ruleta china). Fuente: http://www.rafamorata.com/troupe.html

domingo, 20 de mayo de 2012

ATRAPADOS

1949 DURACIÓN Trailers/Vídeos 88 min. PAÍS [Estados Unidos] DIRECTOR Max Ophüls GUIÓN Arthur Laurents (Novela: Libbie Block) MÚSICA Frederick Hollander FOTOGRAFÍA Lee Garmes (B&W) REPARTO James Mason, Barbara Bel Geddes, Robert Ryan, Natalie Schaefer, Curt Bois, Frank Ferguson, Ruth Brady PRODUCTORA Metro-Goldwyn-Mayer GÉNERO Drama. Cine negro SINOPSIS Leonora Eames ve colmada su ambición cuando se casa con el multimillonario Smith Ohlrig, un hombre enfermo, neurótico y autoritario. Pero el matrimonio fracasa, y la joven decide separarse. A continuación, encuentra trabajo como secretaria de un médico idealista y con una gran vocación. El marido, sin embargo, no está dispuesto a renunciar a su mujer y trata por todos los medios de mantener su dominio sobre ella. (FILMAFFINITY) FUENTE: http://www.filmaffinity.com/es/film894593.html

martes, 27 de marzo de 2012

Franz von Stuck


Atenea, Hera y Afrodita



Medusa



Judith



Salomé



Sísifo



Esfinge



Susana y los viejos



La lucha por la mujer



El pecado



Amazona herida



Susana en el baño



Centauro herido
















Biografía:
(24 de febrero de 1863 - 30 de agosto de 1928) Fue un pintor, escultor, grabador y arquitecto alemán que se destacó en el estilo del simbolismo y del art nouveau.


Vida y carrera

Stuck nació en Tettenweis, Baviera. A edad temprana mostró afinidad por el dibujo y la caricatura. Para comenzar su educación artística fue a Múnich en 1878, donde permanecería de por vida. Desde 1881 a 1885 asistió a la Academia de Munich. Logró reputación inicial a través de viñetas para el Fliegende Blätter y diseños para programas y libros de decoración. En 1889 exhibió su primera pintura “El guardián del paraíso” en el Palacio de Cristal de Munich, con la cual una medalla de oro.

En 1892 cofundó la secesión de Munich, y ejecutó también su primera escultura, “Atleta”. El año siguiente tuvo éxito tanto con la crítica como con el público con la que se considera ahora su obra más famosa: “El pecado”. También en 1893, Stuck fue premiado con una medalla de oro por pintar en la Feria Mundial de Chicago y fue designado para un profesorado real. En 1895 comenzó a enseñar en la Academia de Munich.

En 1897, Stuck se casó con una viuda norteamericana, Mary Lindpainter, y comenzó el diseño de su propia residencia y estudio, La Villa Stuck. Sus diseños para la villa incluyeron todo, desde los planos hasta las decoraciones interiores; por sus muebles Stuck recibió otra medalla de oro en la Feria Mundial de Paris de 1900.

Habiendo obtenido un alto grado de fama en su tiempo, Stuck fue elevado al nivel de la aristocracia el 9 de diciembre de 1905 y recibiría honores y reconocimientos en toda Europa por el resto de su vida. Aun cuando las nuevas tendencias del arte dejaron a Stuck detrás, siguió siendo altamente respetado entre los artistas jóvenes por su capacidad como profesor en la Academia de Munich. A lo largo de los años tuvo estudiantes destacados, como Paul Klee, Hans Purrmann, Wassily Kandinsky y Josef Albers.

Estilo

Stuck se basaba primordialmente en la mitología, inspirado en los trabajos de Arnold Böcklin. Figuras grandes y pesadas dominan la mayoría de sus trabajos, como su obra "luzifer" inspirada en la mentalidad sombría de Alejandro Berbeyes. Sus trabajos también señalan su proclividad por la escultura. La carga seductora de sus desnudos femeninos –en el rol de femme fatale- son ejemplo de Simbolismo de contenido popular. Stuck prestó también atención a los marcos de sus pinturas y generalmente las diseñaba por sí mismo con tal cuidado en los detalles, las tallas y las inscripciones que deben ser tomados como parte integral de la pintura.

Legado

El gran número de alumnos de Stuck que ganaron notoriedad sirvieron para mejorar aún más la propia fama del maestro. Sin embargo al tiempo de su muerte la importancia de Stuck como artista de propio derecho casi se había olvidado: su arte parecía anticuado e irrelevante para una generación destruida por la Primera Guerra Mundial. Adolf Hitler se hallaba entre aquellos que aún admiraban a los pintores del siglo XIX de Munich, así, cuando los nazis llegaron al poder Stuck estaba entre los artistas del pasado citados como ejemplo de los valores germanos correctos. Aun así Stuck permaneció olvidado en la memoria popular hasta finales de los años ’60, cuando un renovado interés en el Art Nouveau lo trajo nuevamente a la luz. En 1968 la Villa Stuck fue abierta al público, siendo hoy un museo.

Fuentes:
www.es.wikipedia.org/wiki/Franz_von_Stuck
www.mlahanas.de/Greeks/Mythology/MedusaFranzVonStuck.html- www.augustastylianougallery.com/Gallery/FranzStuck

jueves, 22 de marzo de 2012

La Strada - Federico Fellini



























Título original: La strada
1954
Italia
Drama
Film - blanco y negro - 94' - italiano
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Elenco:

Anthony Quinn .......... Zampanó

Giuletta Massina .......... Gelsomina

Richard Basehart .......... El loco

Aldo Silvani .............. El señor Jirafa

Marcella Rovere .......... La viuda

Livia Venturini .......... La hermana

Gustavo Giorgi
Kamadeva Yami
Mario Passante
Anna Primula

Equipo técnico:
Dirección: Federico Fellini
Producción:Dino de Laurentiis Carlo Ponti
Guión:
Federico Fellini
Ennio Flaiano
Tullio Pinelli
Fotografía:
Otello Martelli
Edición:
Leo Catozzo
Música: Nino Rota
Sonido:
R. Boggio
Aldo Calpini

Diseño de Producción:
Mario Ravasco

Dirección de Arte:
Brunello Rondi

Vestuario:
Margherita Marinari

Maquillaje:
Eligio Trani

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Resumen argumental: Gelsomina es vendida por su madre -una viuda muy pobre- a Zampanó, un rudo artista ambulante que no la trata demasiado bien.
Sin embargo, cuando la joven conoce a Matto, un payaso que le propone escapar de los maltratos de su patrón, duda: parece haberse enamorado del hombre que la compró por unos pocos centavos.

Una de las obras fundamentales de Federico Fellini, la película -que ganó el Oscar al Mejor film de habla no inglesa en 1957- da una interesante vuelta de tuerca al neorrealismo italiano inaugurado por Vittorio DeSica y Robertino Rosellini.

Fuente: http://www.pantalla.info/pel/elenco/1/1439.html