Sinopsis
Roy Dillon, hijo bastardo de una prostituta y timador de poca monta, se encuentra dividido entre el amor que siente por su madre, que reaparece tratando de evadir a la justicia tras una prolongada ausencia, y su amante Lilly, dispuesta a todo con tal de alejar al joven de la influencia de su autoritaria madre, con quien entabla una encarnizada competencia por ganarse la atención de Roy.
JIM THOMPSON
Los Timadores
Traducción de
María
Antonia Fernández Álvarez-Nava
RBA
Título Original: Grifters
Traductor: Fernández Álvarez-Nava, María Antonia ©1963, Thompson, Jim
©2005,
RBA
Colección:
Serie negra, 151
ISBN:
9788490060896
Generado
con: QualityEbook v0.63
1
Cuando Roy Dillon salió tambaleándose del establecimiento, su rostro era de un verde enfermizo y cada respiración suponía una intensa agonía. Un fuerte golpe en el estómago puede hacerle eso a un hombre, y Dillon había recibido uno. No con el puño, que ya hubiese sido bastante duro, sino con el extremo más grueso de un bate.
Regresó
a su coche como pudo y consiguió deslizarse en el asiento. Pero eso fue todo lo
que pudo conseguir. Gimió cuando al cambiar de postura se comprimieron los
músculos de su estómago; entonces sacó la cabeza por la ventanilla lanzando un
ahogado quejido.
Pasaron
varios coches mientras vomitaba. Sus ocupantes sonreían burlones, fruncían el
ceño compasivamente o desviaban la mirada con repugnancia. Pero Roy Dillon
estaba demasiado enfermo para darse cuenta o preocuparse si se la hubiera dado.
Cuando por fin vació su estómago, se sintió mejor, aunque no tan bien como para
conducir. Para entonces un coche patrulla se había detenido tras él, el coche
del sheriff, pues se encontraba a las afueras de la ciudad de Los Ángeles, y un
agente con uniforme marrón lo invitaba a salir a la acera. Dillon obedeció
vacilante.
—¿Una
de más, señor?
—¿Qué?
—No
importa. —El policía se había percatado de la ausencia de alcohol en su
aliento—. Veamos su permiso de conducir.
Dillon
se lo mostró desplegando a la vez con aparente distracción un surtido de
tarjetas de crédito. El recelo se desvaneció de la expresión del policía, dando
paso a la preocupación.
—Parece
usted muy enfermo, Sr. Dillon. ¿Alguna idea del porqué?
—La
comida, imagino. Debí tener más cuidado, pero he comido un bocadillo de pollo
con ensalada... No tenía muy buen sabor pero... —Dejó que su voz se
desvaneciera poco a poco mostrando una tímida sonrisa de arrepentimiento.
—Hum.
—El policía asintió muy serio—. Esa bazofia ha debido de producírselo. En fin.
—Una perspicaz mirada de arriba abajo—. ¿Ya se encuentra bien? ¿Quiere que lo
llevemos a un médico?
—Oh,
no. Me encuentro bien.
—En
el cuartelillo tenemos a un enfermero de primeros auxilios. No hay problema en
llevarlo.
Roy
declinó la oferta, amable pero con firmeza. Todo contacto prolongado con la
pasma quedaría registrado, y todo tipo de registro resultaría como mínimo una
molestia. Hasta ahora estaba limpio; los follones en los que la estafa lo había
metido no lo habían conducido a la policía. Y tenía la intención de continuar
así.
El
agente regresó al coche patrulla y él y su socio se alejaron. Roy los despidió
con la mano y volvió a meterse en su coche. Con cautela, esbozando una leve
mueca de dolor, encendió un cigarrillo. Convencido de que los vómitos se habían
terminado, hizo un esfuerzo para apoyarse en el cabezal.
Se
encontraba en un barrio a las afueras de Los Ángeles, uno de los muchos que se
resisten a la incorporación a pesar de depender de la ciudad y de la ausencia
de fronteras visibles. Había unos cincuenta kilómetros hasta la ciudad,
cincuenta larguísimos kilómetros a aquella hora del día. Necesitaba recuperarse
un poco, descansar un rato antes de sumergirse en la desbordada marea del
tráfico de la tarde. Y aún más importante, necesitaba reconstruir los detalles
de su reciente desastre mientras estos aún permanecían frescos en su mente.
Cerró
los ojos por un instante. Volvió a abrirlos para enfocarlos sobre las
cambiantes luces del tráfico cercano. Y de repente, sin moverse del coche, sin
apartarse físicamente de él, estaba de vuelta en el establecimiento. Bebía un
trago del dispensador de agua a la vez que examinaba los alrededores con aire
despreocupado.
Se
diferenciaba muy poco de las miles de tiendas de Los Ángeles, establecimientos
en cuyo interior había siempre un dispensador, una vitrina o dos con cigarros,
puros y dulces, y estanterías rebosantes de revistas, novelas baratas y
tarjetas de felicitación. En el este a tales locales se los denomina quioscos o
tiendas de golosinas. Aquí generalmente se conocen como confiterías o
sencillamente «fuentes».
Dillon
era el único cliente; la otra persona presente era el dependiente, un
jovenzuelo grandullón con aspecto de zoquete de unos diecinueve o veinte años.
Mientras Dillon terminaba su bebida observaba al muchacho, que rascaba el hielo
de los bordes de las neveras y trabajaba con una paradójica mezcla de
diligencia e indiferencia. Sabía exactamente lo que había que hacer, su expresión
lo reflejaba, y a la mierda con hacer más. Nada de lucimientos, nada para
impresionar a la gente. El hijo del jefe, decidió Dillon posando su vaso y
levantándose del taburete. Avanzó lentamente hacia la caja registradora, y el
joven posó el bate con el que había estado trabajando. A continuación,
secándose las manos en el delantal, también se aproximó a la caja.
—Diez
centavos —dijo.
—Y
un paquete de esos caramelos.
—Veinte
centavos.
—¿Veinte
centavos, eh? —Roy comenzó a rebuscar en sus bolsillos mientras el dependiente
se agitaba con impaciencia—. Bueno, sé que tengo cambio, estoy seguro. Me
pregunto dónde demonios... —Movió la cabeza con exasperación y sacó la
cartera—. Lo siento. ¿Te importa cambiarme uno de veinte?
El
dependiente casi le arrancó el billete de la mano. Lo introdujo bruscamente en
un compartimento de la caja y contó el cambio. Dillon lo recogió con aire
ausente sin dejar de rebuscar en sus bolsillos.
—En
fin, ¿no es para ponerse de los nervios? Sabes de sobra que tienes cambio y...
—Se interrumpió abriendo los ojos y sonriendo complacido—. ¡Aquí están las dos
monedas! Toma, devuélveme los veinte.
El
muchacho tomó ambas monedas y le devolvió el billete. Dillon se dirigió
despreocupado hacia la puerta y se detuvo en la salida para observar sin
demasiado interés una estantería de revistas.
Por
décima vez ese día se había trabajado los «veinte», uno de los tres trucos
típicos del «timo corto». Los otros dos son el smack y el tat,
generalmente buenos para golpes mayores, pero no tan rápidos y tan seguros.
Algunos primos pican con el de los «veinte» varias veces, y ni se enteran.
Dillon
no vio cómo el dependiente salía de detrás del mostrador. De repente estaba
allí con el ceño fruncido, balanceando el bate como si fuera un ariete.
—Asqueroso
fullero —relinchó enfadado—. Los fulleros asquerosos no paran de darme palos, y
mi padre me echa a mí las culpas.
El
extremo más grueso del bate aterrizó en el estómago de Dillon; incluso el
muchacho se sobrecogió ante su efecto.
—Bueno,
no puede acusarme, señor —balbució—. Lo estaba pidiendo a gritos. Le di el
cambio de los veinte y luego me pidió que le devolviera el billete, y... y...
—Su autoconvicción comenzó a desmoronarse—. Bu-bueno, sa-sabe que lo hizo,
se-señor.
Roy
no podía pensar en otra cosa que en su agonía. Volvió sus ojos acuosos hacia el
dependiente, ojos desbordados por la perplejidad teñida de dolor. Aquella
mirada hizo polvo al muchacho.
—Ha-ha
si-sido un error, señor ¡u-usted co-cometió un error, y yo, yo he co-cometido
un... señor! —Retrocedió aterrorizado—. ¡No-no me mire así!
—Me
has matado. —Dillon jadeaba—. ¡Me has matado, bastardo de mierda!
—¡Nooo!
¡P-por favor, no-no diga e-eso, señor!
—Me
estoy muriendo. —Dillon jadeó de nuevo y, entonces, de algún modo, logró salir
del local.
Y
ahora, sentado en su coche y reexaminando el incidente, no encontraba motivo
alguno para culparse, ni grietas en su técnica. Había sido mala suerte. Se
había topado con un idiota, y eso es impredecible.
Estaba
en lo cierto. Y también estaba en lo cierto sobre algo más, a pesar de que no
lo sabía.
Mientras
conducía de vuelta a Los Ángeles, pisando constantemente el freno para volver a
acelerar inmerso en el espeso tráfico, deteniéndose y reiniciando la marcha
varias veces, cada minuto que transcurría, se estaba muriendo.
Su
muerte sería evitable si tomaba las medidas oportunas. De lo contrario, no le
quedaban más de tres días de vida.
2
La madre de Roy Dillon pertenecía a una de esas familias de un pueblo de mala muerte. Tenía trece años cuando se casó con un ferroviario de treinta, y no había cumplido los catorce cuando nació Roy. Un mes después del nacimiento su marido sufrió un accidente que la convirtió en viuda. Gracias a las circunstancias de tal suceso, también se convirtió en respetable según los criterios de la comunidad. Nada menos que doscientos dólares mensuales para gastarse en ella misma; que era justo en lo que tenía la intención de gastárselos.
Su
familia, a la que muy pronto cargó con el mochuelo de Roy, tenía otras ideas.
Acogieron al muchacho durante tres años y ocasionalmente lograron sacarle unos
cuantos dólares a su hija. Pero un día su padre apareció en la ciudad con Roy
bajo un brazo y blandiendo un látigo con el otro. Y procedió a demostrar su
teoría, de toda la vida, de que una chica nunca era demasiado mayor para
recibir una zurra.
Como
el carácter de Lilly Dillon ya se había moldeado hacía mucho, sufrió pocos
cambios con los azotes. Pero se quedó a Roy, ya que no tenía elección, y
atemorizada por las severas amenazas de su padre de mantenerla vigilada, se
alejó de su alcance.
Tras
instalarse en Baltimore, encontró un lucrativo y poco agotador empleo como
chica de alterne. O para ser más exactos, era poco agotador por lo que a ella
se refería. Lilly Dillon no se molestaba por nadie; al menos no por unos
cuantos dólares o copas. Su innata crueldad disgustaba a menudo a los clientes,
pero atrajo la beneficiosa atención de sus jefes. Después de todo, el mundo
estaba lleno de camareras, fulanas que se podían conseguir a cambio de una
sonrisa o una ginebra. Pero una chiquilla inteligente, una muñeca que no
solamente tenía buena presencia y clase, sino que además era lista..., en fin,
a esa clase de chicas se las puede utilizar.
Y
la utilizaron dándole encargos de cada vez más responsabilidad. Como encargada,
como reclutadora para una cadena de salas, como espía de empleados torpes y con
dedos pegajosos; como correo, alcahueta y sonsacadora; como recaudadora y
distribuidora de fondos. Y así sucesivamente ascendiendo peldaños... ¿o sería más propio decir
descendiéndolos? El dinero llovía, pero muy pocas gotas caían sobre su hijo.
Quería
despacharlo en algún internado, pero se volvió atrás indignada cuando le
dijeron lo que costaba. Un par de miles de dólares al año, más un montón de
extras, ¡y solo por cuidar a un crío!, ¡solo por evitar que se metiera en líos!
De eso nada, por esa cantidad de dinero podía comprarse un bonito abrigo de
visón.
Debían
de creer que era una prima, pensó. Aunque era una lata, ella misma cuidaría a
Roy. Y mejor que no se metiera en líos, porque si no lo despellejaría vivo.
Por
supuesto, estaba empapada de ciertos instintos inextirpables, aunque bastante
erosionados y atrofiados; así que de tarde en tarde tenía sus momentos de
conciencia. Además, había que hacer ciertas cosas por el bien de las
apariencias: disipar cargos por abandono y el desagradable cumplimiento que
ello suponía. En cualquier caso, evidentemente, Roy sabía por instinto que todo
lo que hacía era por sí misma, movida por el temor o para tranquilizar su
conciencia.
Su
actitud solía ser la de una egoísta hermana mayor hacia un latoso hermano
pequeño. Se peleaban a menudo. Ella se complacía en reducir el beneficio de su
hijo en algún trato mientras él saltaba a su alrededor con rabia e impotencia.
—¡Eres
mala! Una vieja y sucia cerda y nada más.
—No
me insultes, mocoso. —Y lo golpeaba—. ¡Yo te aprenderé!
—¡Aprenderme,
aprenderme! ¡Eres tan tonta que no sabes que se dice enseñar!
—¡Claro
que lo sé! ¡He dicho enseñar!
Roy
era un estudiante excepcional y de excelente comportamiento. Aprender le
resultaba sencillo, y el buen comportamiento le parecía simplemente cuestión de
sentido común. ¿Para qué arriesgarse con problemas que no conducen a nada?
¿Para qué detenerse inútilmente a la salida de la escuela cuando se puede estar
repartiendo periódicos, llevando recados o haciendo de mozo? El tiempo era
dinero, y el dinero era lo que hacía que el mundo girase.
Naturalmente,
como era el chico más listo y de mejor comportamiento de la clase, los demás se
enfadaban con él. Pero por más crueldad y frecuencia con que lo atacaran, Lilly
solo le ofrecía una sardónica condolencia.
—¿Solo
un brazo? —solía decirle cuando le mostraba un brazo retorcido e hinchado.
Y
si se le había caído un diente:
—¿Solo
un diente?
Y
si aparecía con todo el cuerpo magullado como leve muestra de peores
consecuencias futuras: —Bien, ¿por qué refunfuñas? Podrán matarte, pero no
comerte.
Aunque
parezca mentira, le reconfortaban sus irónicos comentarios. Superficialmente
eran peor que nada, meros insultos añadidos a las heridas, pero en el fondo
ocultaban una escalofriante y cruel lógica. Una filosofía fatalista de «actúa o
te joderán» que podía adaptarse a cualquier cosa excepto al olvido.
No
sentía aprecio por Lilly, pero llegó a admirarla. No le había dado más que
malos ratos, lo cual era la máxima extensión de su generosidad para con
cualquiera. Pero se lo había montado, sabía perfectamente cómo cuidarse.
No
mostró puntos débiles hasta que Roy alcanzó la adolescencia, un chico atractivo
y saludable con pelo negro como el carbón y ojos grises de profunda mirada.
Entonces, para su íntimo regocijo, comenzó a observar un sutil cambio en su
actitud, un endulzamiento en su voz cuando le hablaba y un hambre contenida en
sus ojos cuando lo miraba. Y viéndola así, sabiendo lo que se ocultaba tras el
cambio, se complacía en provocarla.
¿Algo
iba mal? ¿Quería que se largara por un tiempo y la dejara en paz?
—Oh,
no, Roy. De verdad, me-me gusta que estemos juntos.
—Mira,
Lilly, lo dices por educación. Me apartaré de tu vida ahora mismo.
—Por
favor, c-cielo... —Se mordía un labio con desacostumbrada ternura, un rubor de
vergüenza se extendía por sus bellas facciones—. Por favor, quédate conmigo.
Después de todo, soy tu madre.
Pero
no lo era, ¿no lo recordaba? Siempre lo había hecho pasar por su hermano menor;
era demasiado tarde para cambiar la historia.
—Me
voy ahora mismo, Lilly. Sé que así lo deseas, es solo que no quieres herir mis
sentimientos.
Había
madurado muy temprano, cosa nada extraña dadas las circunstancias. Poco antes
de cumplir los dieciocho años, la primavera en que se graduó en la escuela
superior, era tan maduro como un hombre de veinte. Aquella noche le dijo a
Lilly que se largaba. Para siempre.
—¿Largarte...?
—Roy suponía que se lo esperaba, sin embargo no se resignaba—. Pero... pero no
puedes. Tienes que ir a la universidad.
—Imposible.
Ni un duro.
Se
rió agitada, lo llamó tonto. Evitaba su mirada, se negaba a ser abandonada como
debería ya saber que ocurriría.
—¡Claro
que tienes dinero! Yo tengo un montón, y todo lo que tengo es tuyo. Tú...
—«Todo
lo que tengo es tuyo» —repitió Roy entrecerrando los ojos—. Sería un buen
título para una canción, Lilly.
—Puedes
ir a una de las universidades buenas de verdad, Roy. A Harvard o a Yale, o
algún sitio así. Tus notas son muy buenas, y con mi dinero, nuestro dinero...
—Vamos,
Lilly. Sabes que necesitas ese dinero para ti misma; siempre ha sido así.
Ella
se amedrentó como si le acabara de asestar un duro golpe, su rostro adquirió
una expresión enfermiza, y su elegante traje pareció colgarle de repente: una
moraleja muy cruel para una vida que le había proporcionado de todo sin
regalarle nada. Y por un instante Roy casi se apiadó; casi le daba lástima.
Pero
ella lo estropeó. Comenzó a sollozar, a vociferar como una niña, lo cual
resultaba una tontería, una estupidez que no pegaba con Lilly Dillon. Y para
rematar aquella ridícula y violenta representación intentó soltar su vena
sensiblera.
—No
seas cruel conmigo, Roy. Por favor, por favor, no. Me-me estás rompiendo el
corazón...
Roy
se rió a carcajadas. No pudo contenerse.
—¿Solo
tienes un corazón, Lilly? —le dijo.
3
Roy Dillon vivía en el hotel Grosvenor-Carlton, un nombre que sugería un esplendor absolutamente inexistente. Hacía alarde de disponer de cien habitaciones y cien baños, pero era un mero alarde. En realidad solo tenía ochenta habitaciones y treinta y cinco baños, incluyendo los del pasillo y los dos del vestíbulo, que de baños no tenían nada.
Se
trataba de un edificio de cuatro plantas con fachada de arenisca y un pequeño
vestíbulo de suelo de terrazo. Los empleados eran ancianos pensionistas
encantados de trabajar por un insignificante salario y una habitación gratuita.
El botones negro, cuyo distintivo consistía en una vieja gorra de conductor de
autobús, también hacía de conserje, ascensorista y chapucero para todo. Con
tales disposiciones, el servicio dejaba bastante que desear. Pero como el
enérgico y jovial propietario apuntaba, el que tuviera prisa que se largara a
uno de los hoteles de Beverly Hills, donde sin duda podría encontrar un bonito
cuartito por cincuenta pavos al día en lugar de los cincuenta al mes que pedía
el Grosvenor-Carlton.
En
términos generales, el Grosvenor-Carlton se diferenciaba poco del resto de los
hoteles «familiares» y «comerciales» que se extendían a lo largo de la West
Seventh, Santa Mónica y otras arterias del oeste de Los Ángeles;
establecimientos que albergaban a parejas retiradas y a trabajadores que
precisaban de un domicilio en las cercanías. La mayoría de estos últimos eran
hombres solteros: dependientes y empleados de cuello blanco. El propietario
tenía arraigados prejuicios contra las mujeres libres.
—Así
son las cosas, señor Dillon —dijo la primera vez que habló con él—. Le alquilo
a una mujer y tiene que tener baño en la habitación. Yo mismo insisto, claro,
porque si no ocupa el baño todo el tiempo para lavarse su maldito pelo y su
ropa, y toda la mierda que se le ocurre. Así que el mínimo por una habitación
con baño es diecisiete semanales, casi ochenta pavos al mes, sólo por dormir,
sin derecho a cocina. Y dígame, ¿cuántas pavas ganan lo suficiente para pagar
ochenta al mes por un dormitorio y para comer de restaurante y comprar ropa y
un montón de potingues pegajosos para untarse en esas caras que el Señor les ha
dado y... y...?, ¿es usted un hombre temeroso de Dios, señor Dillon?
Roy
asintió alentadoramente; por nada del mundo hubiera interrumpido al
propietario. La gente era su negocio, conocerla. Y el único modo de hacerlo era
escuchándola.
—Bien,
yo también lo soy. Yo y mi última esposa, maldita sea, Dios la tenga en su
seno, nos unimos a la Iglesia a la vez. Eso fue hace treinta y siete años, en
las cataratas de Wichita, en Texas, donde tuve mi primer hotel. Allí fue donde
aprendí de pavas. No ganan lo suficiente para pagar la habitación, ¿sabe?, y
solo tienen un modo de conseguirlo. Vendiendo su material, ya sabe. Explotando
las cochinas huchas que todas ellas tienen. Al principio lo hacen de vez en
cuando, lo justo para mantenerse. Pero muy pronto comienzan a abrir la hucha
las veinticuatro horas del día; y por qué no, se dicen ellas. Todo lo que tienen
que hacer es abrir su bonita ranurita y el dinero sale a chorros. Y claro, si
le dan al hotel mala reputación, les importa una mierda.
»Oh,
ya le digo, señor Dillon. He tenido hoteles a lo largo y a lo ancho de esta
maravillosa tierra nuestra y le aseguro que las furcias y la hostelería no
combinan bien. Va en contra de la ley de Dios y en contra de las leyes del
hombre. Uno cree que la policía está muy ocupada atrapando a los criminales de
verdad en vez de meter las narices por ahí en busca de furcias, pero más vale
prevenir que curar, como reza el dicho, y yo estoy de acuerdo. Prevención, ese
es mi lema. Si mantienes a las pavas a distancia, mantienes a las furcias a
distancia, y tienes un bonito lugar limpio y respetable como este, sin un
montón de polis merodeando por ahí. Claro, si un poli entra aquí ahora, sé que
es nuevo y le digo que mejor vuelva cuando lo haya confirmado en comisaría. Y
nunca vuelve, señor Dillon; le queda muy claro que no hace falta, porque este
hotel no es un burdel.
—Me
alegra mucho oírlo, señor Simms —dijo Roy sinceramente—. Siempre he sido muy
precavido con los lugares donde vivo.
—Pues
claro; un hombre tiene que serlo —asintió Simms—. Ahora veamos. Quería una
suite con dos habitaciones; pongamos... sala, dormitorio y baño. La cosa es que
aquí no hay mucha demanda de suites; las partimos en dos, habitación con baño y
sin él. Pero...
Abrió
la puerta e hizo pasar a su futuro inquilino a un espacioso dormitorio cuyos
techos altos rememoraban cierta solera de antes de la guerra. La puerta
divisoria conducía a otra habitación, un duplicado de la primera, pero sin
baño. Se trataba de la antigua sala, y Simms le aseguró a Roy que podía unir
ambas ya mismo.
—Seguro,
podemos sacar estos muebles y meter los de la sala en menos que canta un gallo.
Mesa, sofá, sillas y todo lo que quiera dentro de lo razonable. Un mobiliario
mejor del que haya visto jamás.
Dillon
comentó que le gustaría echarle un vistazo y Simms lo condujo al almacén del
sótano. De ningún modo se trataba de lo mejor que había visto, por supuesto,
pero era decente y cómodo; y ni esperaba ni quería algo bueno de verdad. Tenía
una imagen que mantener. La imagen de un joven que vivía bastante bien; bien,
pero sin exagerar.
Se
interesó por el precio de la suite. Simms abordó el tema dando un rodeo,
apuntando a la doble necesidad de mantener una clientela de primera clase, ya
que él no admitía menos, por Dios, y de ganarse la vida, lo cual resultaba
terriblemente duro para un hombre temeroso de Dios en aquellos tiempos.
—Ya
ve, algunos de los tipos que entran aquí, quiero decir que intentan entrar
aquí, son capaces de armarte una bronca por una bombilla fundida. No hay modo
de complacerlos, usted me comprende. Son como los rateros, ya sabe, cuanto más
sacan, más quieren. Pero así van las cosas, supongo, y como solíamos decir allá
en las cataratas de Wichita, si no puedes sujetar los postes, mejor no caves
agujeros. Esto... ¿ciento veinticinco al mes, señor Dillon?
—Me
parece razonable —sonrió Roy—. Me la quedo.
—Lo
siento, señor Dillon. Me gustaría rebajársela un poco. No he dicho que no
estuviera dispuesto a rebajarla si el inquilino se lo merece. Si garantiza,
digamos, quedarse un mínimo de tres meses, bueno...
—Señor
Simms... —empezó a decir Roy.
—...
bueno, podría hacerle un precio especial. Podríamos decir...
—Señor
Simms —dijo Dillon en tono firme—. Me quedaré un año entero. El alquiler del
primer y último mes por adelantado. Y ciento veinticinco mensuales me parece
bien.
—¿Le-le
parece? —El propietario se mostraba incrédulo—. La alquilará por un año a
ciento veinticinco y..., y...
—Sí.
No me gusta mudarme a menudo. Me gano la vida con mis negocios y me parece bien
que los demás hagan lo mismo.
Simms
tragó saliva. Estaba asombrado. Su panza se agitaba en sus pantalones, y todo
su rostro, incluida la zona trasera de su calva, se enrojeció de placer. Él era
un perspicaz y experimentado conocedor de la naturaleza humana, declaró.
Conocía a los patanes en cuanto los veía, y distinguía a los caballeros; desde
el primer instante había sabido que Roy Dillon pertenecía a la última clase.
—Y
es usted listo —asintió con prudencia—. Sabe que no merece la pena escatimar
con la vivienda. ¿Qué demonios? ¿Qué tajada se puede sacar por escatimar unos
cuantos pavos en un hotel a gente que vas a ver todos los días si eso va a
hacer que te cojan manía?
—Tiene
usted toda la razón —afirmó Dillon.
Simms
añadió que estaba jodidamente seguro de que la tenía. Si por ejemplo había una
investigación sobre un huésped del tipo patán, ¿qué podías decir aparte de que
vivía allí y que era tu costumbre cristiana no contar nada sobre un hombre a
menos que fuera algo bueno? Pero si un caballero era el objeto de la
investigación, en fin, entonces estabas obligado a decir que lo era. No
solamente se alojaba en el hotel, vivía en él, un hombre con personalidad y
recursos que alquilaba por un año y...
Dillon
asentía y sonreía, permitiendo que continuara su parloteo. El Grosvenor-Carlton
era el sexto hotel que visitaba desde su llegada de Chicago. Todos le habían
ofrecido habitaciones idénticas y tan baratas o más que las que acababa de
alquilar. Pero había encontrado vagas e indefinibles objeciones en todos ellos.
Su aspecto no era el correcto. Su aire no le gustaba. Solamente el Grosvenor y
Simms poseían el aspecto y el aire adecuados.
—...
una cosa más —decía Simms—. Este es su hogar, ¿sabe? Al alquilar como usted lo
hace es como si estuviera en un apartamento o un chalé. Es su castillo, como
dice la ley. Y si quisiera traer a algún huésped, ya sabe, a alguna mujer, está
en su perfecto derecho.
—Gracias
por decírmelo —asintió Roy con gravedad—. Por el momento no tengo a nadie en
mente, pero acostumbro a hacer amistades allá a donde voy.
—Pues
claro. Un hombre de tan buen aspecto como usted tiene que tener muchas amigas,
y apuesto a que también tienen clase. No como esas tacones de alfiler que hacen
polvo el suelo en cuanto pisan el vestíbulo.
—Jamás
—le aseguró Dillon—. Soy muy cuidadoso con las amistades que hago, señor Simms,
particularmente con las mujeres.
Fue
cuidadoso. Durante sus cuatro años de estancia en el hotel solo tuvo una visita
femenina, una treintañera divorciada, y todo en ella, aspecto, vestimenta y
modales, era absolutamente satisfactorio incluso ante los ojos del exigente
señor Simms. La única falta que podía encontrarle era que no aparecía muy a
menudo. Porque Moira Langtry también era exigente. Si se la hubiera dejado a su
aire, cosa que Dillon trataba de evitar con frecuencia por cuestión de
principios, no se habría acercado ni a dos kilómetros del Grosvenor. Después de
todo, ella tenía un bonito apartamento propio con dormitorio, dos cuartos de
baño y mini-bar. Si de verdad deseaba verla, y ella comenzaba a dudar que así
fuera, ¿por qué no podía él ir allí?
—Bien,
¿por qué no puedes? —decía Moira sentándose sobre la cama con el teléfono en la
mano—. Te queda a la misma distancia que a mí.
—Pero
tú eres mucho más joven, querida. Una muchachita como tú puede permitirse mimar
a un viejo chocho.
—Piropearme
no va a servirte de nada —dijo complacida—, Soy cinco años mayor que tú, y
siento cada minuto de ellos.
Dillon
sonrió. ¿Cinco años mayor? Mierda, o diez si ella lo decía.
—El
hecho es que me encuentro algo mal —explicó—. No, no, nada contagioso. Resulta
que anoche tropecé con una silla a oscuras y me di un buen golpe en el
estómago.
—Bueno...
supongo que puedo ir...
—Esa
es mi chica. Contendría la respiración si mi corazón no palpitara tanto.
—¿Sí?
Oigámoslo.
—Pu-pum
—dijo él.
—Pobrecito
—dijo ella—. Moira se dará toda la prisa que pueda.
Debía
de estar vestida para salir cuando él la llamó, porque tardó menos de una hora.
O tal vez se lo pareció. Se había levantado para quitar el cerrojo para cuando
ella llegara, y al volver a la cama se había sentido extrañamente cansado y
mareado. De modo que permitió que sus ojos se cerraran, y cuando volvió a
abrirlos, lo que le pareció inmediatamente después, ella entraba en la
habitación andando majestuosamente sobre sus zapatos de tacón alto; una mujer
rellena pero con curvas, de pelo negro y liso y oscuros ojos ardientes de
mirada firme.
Se
detuvo nada más traspasar el umbral, segura de sí misma, pero suplicante.
Posando como uno de esos maniquíes arrogantemente incitadores. Echó la mano
hacia atrás y cerró la puerta con llave, girándola con un débil chasquido.
Roy
olvidó plantearse su edad.
Era
lo suficientemente mayor, era Moira Langtry.
Era
lo suficientemente joven.
Ella
entendió su aprobador silencio, y con un golpe de cadera dejó que la estola de
armiño le quedara colgando de un hombro. Entonces, con un delicado contoneo
atravesó lentamente la habitación. Su pequeña barbilla adelantada, su cuerpo
como proyectado hacia delante por el generoso desequilibrio reinante en el
interior de su blusa blanca.
Se
detuvo apoyando ambas rodillas sobre la cama, y al mirar hacia arriba Roy solo
vio su nariz por encima del contorno de sus pechos.
Levantando
un dedo señaló sus prominencias.
—Te
estás escondiendo —dijo—. Sal, sal de donde quiera que estés.
—Apestas
—respondió ella en tono monótono; su blusa se agitaba con sus palabras—. Te
odio.
—Las
gemelas parecen muy inquietas —dijo él—. Tal vez debamos meterlas en la cama.
—¿Sabes
lo que voy a hacer? Voy a ahogarte.
—¿Qué
es este fuego abrasador que me mata? —dijo, y después tuvo que guardar
silencio.
Tras
una eternidad de dulce y suave aroma, se le permitió tomar aire. Y le habló
susurrando.
—Hueles
bien, Moira. Como una puta en un invernadero.
—Cariño,
¡qué cosas tan bonitas dices!
—Tal
vez no huelas bien.
—Pues
claro que sí. Acabas de decirlo.
—Puede
que sea tu ropa.
—¡Soy
yo! ¿Quieres que te lo demuestre?
El
quiso y ella se lo demostró.
4
Cuando se estableció por primera vez en Los Ángeles, el interés de Roy Dillon por las mujeres se limitaba meramente a la necesidad. Tenía veintiún años, un viejo de veintiuno. Su atracción por el sexo opuesto era tan fuerte como el de cualquier hombre, aunque se incrementaba quizá con los éxitos que iba dejando tras él. Pero era un culo de mal asiento, como reza el dicho. Antes de elegir Los Ángeles como base permanente de sus operaciones había buscado meticulosamente, y su capital se reducía en aquel momento a menos de mil dólares.
Por
supuesto, era un montón de dinero. A diferencia de los timadores a lo grande,
cuya elaborada puesta en escena puede exigir más de cien mil dólares, el
pequeño timador se las arregla con poco. Pero Roy Dillon, aunque se mantenía
leal a este último tipo, estaba abandonando sus esquemas habituales.
A
sus veintiún años estaba cansado del «golpea y corre». Sabía que el mucho
correr, saltar de una ciudad a otra antes de que el calor comience a abrasar,
podía absorber la mayoría de los golpes; incluso siendo un hombre comedido. Así
que aunque trabajase solo, cuando las condiciones eran seguras, no estaba
exento de terminar con el lobo mordiéndole la culera de sus raídos pantalones.
Roy
había visto a esos hombres.
En
cierta ocasión, saliendo a toda prisa en tren de Denver, se había topado con un
grupo de ellos. Los pobres diablos estaban tan mermados de capital que se
habían visto obligados a aunar sus esfuerzos.
Se
trabajaban un timo de cartas. Al que hacía de mano le dieron el papel de
listillo, a quien se suponía que los otros iban a engañar. Cuando volvió la
cabeza para discutir con dos de los compinches sosteniendo las tres cartas
abiertas en su mano, el timador dibujó una pequeña marca en la carta superior y
guiñó un ojo a Roy con complicidad.
—¡Cógela,
colega! —Su susurro fue ridículamente alto—. Pon ese billete grande que tienes.
—¿El
de cincuenta o el de cien? —contestó Roy en otro susurro.
—¡El
de cien! ¡Deprisa!
—¿Puedo
apostar quinientos?
—Bueno,
esto, no. Mejor empiezas con cien.
La
mano oportunamente estirada del que repartía comenzaba a cansarse. A los
compinches se les terminaban las excusas para distraer su atención. Pero Roy
persistía en su cruel broma.
—¿Es
muy alta la carta marcada?
—¡Un
as, mierda! ¡Las otras dos son doses! Venga...
—¿Un
as gana a un dos?
—¡Que
si un...! ¡Mierda, sí, claro! ¡Venga, apuesta!
El
resto de los clientes de la cafetería del tren se percataron y comenzaron a
sonreír burlonamente. Roy sacó su cartera muy despacio y extrajo un billete de
cien. El que hacía de mano contó una masa grasienta de billetes de uno y de
cinco. A continuación barajó, cambió el as marcado por un dos marcado, y cambió
también uno de los doses de la pareja por otro as sin marcar. Sin marcar a
simple vista.
Llegó
el momento decisivo. Las tres cartas se colocaron boca abajo sobre la mesa. Roy
las estudió entrecerrando los ojos.
—No
veo muy bien —se quejó—. Préstame tus gafas. —Y con destreza se apropió de las
«lectoras» del que hacía de mano.
A
través de las gafas tintadas identificó el as de inmediato, apostó más dinero y
ganó.
El
grupo salió cabizbajo del compartimento entre las risas de los demás pasajeros.
En la siguiente estación, una amplia y fangosa carretera, saltaron del tren.
Seguramente ya no les quedaban fondos para continuar su viaje.
Cuando
el tren se puso en marcha, Roy los vio de pie en el andén desierto, los hombros
encorvados por el frío, el miedo desnudo en sus pálidos y escuálidos rostros. Y
en la plácida comodidad de su compartimento tembló por ellos.
Tembló
por sí mismo.
Ahí
te conducía el «golpea y corre», ahí es donde podía conducirte. Ahí o a algo
peor; era el destino de los desarraigados. Hombres para los cuales echar raíces
era un riesgo más que una ventaja. Y los chicos del timo a lo grande no estaban
más exentos que sus parientes de miras estrechas. De hecho, su destino a menudo
era peor. Suicidio. Drogadicción y delirium
tremens. Al hogar de los muertos o al de los locos.
Estar
en la cima y las ganancias iban siempre a la par. Una mala mano y al barranco.
Y
eso no iba a ocurrirle a Roy Dillon.
Durante
su primer año en Los Ángeles se dedicó a ser un tipo normal. Un vendedor
independiente que visitaba a pequeños comerciantes. Cuando volvió a deslizarse
en el inundo del timo, continuó siendo vendedor, y aún lo seguía siendo.
Disponía de crédito y de una cuenta bancaria. Literalmente, tenía cientos de
conocidos que podrían atestiguar sobre su excelente carácter.
Y
en ocasiones tenían que hacerlo, momentos en los que las sospechas amenazaban
con enredarse en algún asunto policial. Pero, naturalmente, nunca acudía a los
mismos dos veces; en cualquier caso, tampoco sucedía muy a menudo. La seguridad
le daba confianza en sí mismo. La seguridad y la confianza en sí mismo habían
engendrado una depurada técnica.
Y
lograr todo eso le había restado tiempo para las mujeres. Nada aparte de los
habituales contactos pasajeros de cualquier joven. Hasta el tercer año no
comenzó a buscar un tipo de mujer en particular. Alguien que no solamente fuera
extremadamente deseable, sino que además deseara, e incluso prefiriera aceptar,
la única clase de relación que él estaba dispuesto a ofrecer.
La
encontró. Ella era Moira Langtry. Sucedió en una iglesia.
Se
trataba de una de aquellas lunáticas sectas que a menudo florecen en la Costa
Oeste. El payaso de turno era un yogui, o un swami, o algo por el estilo.
Mientras su audiencia lo escuchaba como hipnotizada, él se extendía
interminablemente sobre la Suprema Sabiduría Oriental sin ni siquiera explicar
una sola vez por qué la más elevada incidencia de enfermedad, muerte y
analfabetismo pervivía en la fuente de dicha sabiduría.
Roy
se sorprendió de encontrar allí a alguien como Moira Langtry. No era el modelo
corriente. A su vez se dio cuenta de la perplejidad de ella cuando lo vio,
aunque él tenía sus razones para estar allí. Se trataba de un modo inocente de
matar el tiempo. Más barato que el cine y mucho más divertido. Además, aunque
le iba bien, no descartaba la posibilidad de mejorar. Y un hombre puede
descubrir cómo conseguirlo en tales reuniones.
La
audiencia era sistemáticamente imbécil. En su mayoría de imbecilidad
acaudalada, viudas de mediana edad y solteronas, mujeres que sufren de una
extraña picazón que podrían rascarse con un fajo. Así que... en fin, nunca se
sabe, ¿no?
Se
podían mantener los ajos abiertos sin meterse en un lío.
El
payaso terminó su representación. Se pasaron canastillas para la «Ofrenda de
Adoración». Moira tiró su programa en uno de ellas y salió. Sonriendo, Dillon
la siguió.
Se
había entretenido en el vestíbulo tomándose excesivo trabajo en enfundarse los
guantes. Mientras se aproximaba, lo miraba con cautelosa aprobación.
—¿Y
qué hacía una chica como tú en un sitio como ese? —le dijo.
—Oh,
ya sabes —se rió abiertamente—. Me he dejado caer para tomarme un yogur.
—Ajá.
Menos mal que no te he ofrecido un martini.
—En
efecto. No admitiría menos de un escocés doble.
Ese
fue el punto de partida.
Que
los condujo más o menos rápidamente a su actual situación.
Últimamente,
y hoy en particular, intuía que ella quería ir más lejos.
En
su opinión solo existía un modo de manejar la situación. Con mucho tacto. Nadie
podía reírse y estar serio a la vez.
Deslizó
una mano por su cuerpo para dejarla reposar sobre su ombligo.
—¿Sabes
una cosa? —le dijo—. Si te colocases una uva pasa aquí, parecerías un pastel.
—¡Para!
—le dijo ella apartando su mano y dejándola caer sobre la cama.
—También
podrías dibujar un círculo alrededor y hacer que eres un donut.
—Comienzo
a sentirme como un donut —le respondió—. Como la parte del centro.
Se
incorporó y con un balanceo posó sus pies en el suelo para sacar un cigarrillo
de la mesita. Cuando lo encendió, él se lo arrebató y ella encendió otro.
—Roy
—dijo—, mírame.
—Oh,
te estoy mirando, querida. Créeme que te estoy mirando.
—¡Por
favor! ¿Es esto todo lo que tenemos, Roy? ¿Es todo lo que vamos a tener? No me
quejo, compréndelo, pero ¿no debería haber algo más?
—¿Cómo
podríamos rematar algo así? ¿Haciéndonos cosquillas en los pies?
Lo
miró en silencio, sus ardientes ojos perdiendo el brillo, contemplándolo a
través de un velo invisible. Sin volver la cabeza extendió la mano y muy
lentamente apagó el cigarrillo.
—Era
gracioso —dijo él—. Se suponía que debías reírte.
—Oh,
me estoy riendo, querido. Créeme que me estoy riendo.
Se
agachó para recoger una media y empezó a ponérsela. Un poco preocupado, la
sujetó por detrás y la giró hacia sí.
—¿Adonde
quieres ir a parar, Moira? ¿Matrimonio?
—Yo
no he dicho eso.
—Pero
eso es lo que yo he preguntado.
Frunció
el ceño, dudando; después negó con la cabeza.
—Creo
que no. Soy una chica muy práctica, y no creo en dar más de lo que recibo.
Puede sonar extraño para un vendedor de cajas de cerillas, o lo que quiera que
seas.
Estaba
dolido, pero continuó el juego.
—¿Te
importaría pasarme el botiquín? Creo que acaban de hacerme un rasguño.
—No
te preocupes. A Kitty ya se le han acabado las balas.
—La
verdad es que las cajas de cerillas son una tapadera. En realidad dirijo un
burdel.
—Estupendo.
Temía que se tratara de algo vergonzoso. —Y a continuación, cortándolo con
resolución, manteniéndolo a raya—: Pero ya ves adonde quiero ir a parar. Apenas
nos conocemos. No somos amigos, ni siquiera conocidos. Lo único que hemos hecho
es acostarnos desde que nos presentaron.
—Has
dicho que no te estabas quejando.
—Y
así es. Para mí es necesario. Pero me parece que las cosas no deben comenzar y
terminar solo con eso. Es como intentar vivir a base de bocadillos de mostaza.
—¿Y
tú quieres paté?
—Una
chuleta. Algo nutritivo. Aah, mierda, Roy. —Movió la cabeza con impaciencia—.
No lo sé. Tal vez no esté en el menú. Tal vez esté en un restaurante
equivocado.
—¡Madame
es demasiado crguel! ¡Pieg se ahogagá en la sopa de pescado!
—A
Pierre no le importa si madame vive o se muere. Ya lo ha dejado muy claro.
Comenzó
a levantarse con cierta resolución en sus movimientos. La sujetó y volvió a
sentarla sobre la cama. Apretó su cuerpo contra el de ella. La soltó
delicadamente. Acarició su pelo y besó sus labios.
—Mmm,
sí —dijo—. Sí, estoy seguro. La venta es definitiva, no se permiten cambios.
—Ya
estamos de nuevo —respondió ella—. En el espacio exterior sin siquiera haber
puesto pie en el suelo.
—Lo
que quiero decir es que me costó mucho trabajo encontrarte. Una preciosa
perdiz. Tal vez haya pájaros mejores en los arbustos, pero también puede que
no, y...
—...
y un pájaro en la cama es mejor que un arbusto. O algo así. Temo que estoy
aguándote el monólogo, Roy.
—¡Espera!
—intentó sujetarla—. Estoy intentando decirte algo. Me gustas, pero soy muy
vago. No quiero seguir buscando. Así que muéstrame la etiqueta, y si puedo,
compraré.
—Eso
está mejor. Se me ocurre una idea que podría ser bastante beneficiosa para
ambos.
—¿Dónde
comenzamos? ¿Unas cuantas noches en la ciudad? ¿Una juerga en Las Vegas?
—Mmm,
no. Creo que no. Además, no podrías permitírtelo.
—Sorpresa
—dijo en tono cortante—. Ni siquiera te haría pagar tu propio trayecto.
—Mira,
Roy... —Le despeinó con afecto—. No es precisamente lo que tengo en mente.
Demasiadas chicas, resplandor y cristalería fina. Si vamos a ir a algún sitio,
será al otro lado de la calle. Ya sabes, calma y tranquilidad, así podremos
charlar, para variar.
—Bueno.
La Jolla está muy bien en esta época del año.
—La
Jolla está bien en cualquier época del año. Pero ¿estás seguro de que puedes
permitirte...?
—Continúa
—le advirtió—. Una palabra más de esta cantinela y tendrás el trasero más rojo
de La Jolla. La gente creerá que se trata de otra puesta de sol.
—¡Bah!
¿Quién te tiene miedo?
—Y
lárgate ahora mismo, ¿vale? ¡Regresa a tu alcantarilla! Me has desangrado y has
hecho que derrochara mis ahorros, y ahora pretendes matarme con tu rollo.
Ella
se rió afectivamente y se puso en pie. Tras vestirse, volvió a arrodillarse
junto a la cama para darle un beso de despedida.
—¿Estás
seguro de encontrarte bien, Roy? —Apartó su pelo de la frente—. Estás muy
pálido.
—¡Oh,
Dios! —se quejó él—. ¿Es que esta mujer no va a marcharse nunca? ¡Me pega un
buen meneo y después dice que estoy pálido!
Ella
se marchó sonriendo con aire de suficiencia. Complacida consigo misma.
Roy
se incorporó con dificultad, sus piernas renqueaban de camino al baño. Se dejó
caer sobre la cama por primera vez un poco preocupado por sí mismo. ¿Cuál podría
ser la causa de aquel extraño y abrumador cansancio? Moira no, seguro; estaba
acostumbrado a ella. Tampoco el hecho de haber comido muy poco durante los
últimos tres días. Solía tener rachas en las que perdía el apetito, y esta
había sido una de ellas. Comiera lo que comiera, lo devolvía en un líquido de
color marronáceo. Era extraño, ya que no había probado otra cosa que helados y
leche.
Frunciendo
el ceño se echó hacia delante para examinarse. Había una débil mancha
amarillenta en su estómago. Pero no le dolía, a menos que apretase fuerte. No
había sentido dolor desde el día del golpe.
¿Entonces...?
Se encogió de hombros y se tumbó. Tan solo era una de aquellas cosas, creía. No
se sentía enfermo. Si un hombre estaba enfermo, se sentía enfermo.
Colocó
las almohadas una encima de otra y se apoyó adoptando una posición inclinada.
Mucho mejor, pero aún cansado. Estaba inquieto. Con cierto esfuerzo cogió sus
pantalones de una silla próxima y sacó una moneda del bolsillo del reloj.
A
simple vista parecía una moneda cualquiera, pero no lo era. La cruz estaba
pulida, la cara no. Sosteniéndola entre los dedos índice y corazón por el canto
pudo identificar ambos lados.
La
lanzó al aire, la recogió y la depositó sobre la otra mano con una palmada. Se
trataba de una de las versiones. Uno de los tres trucos típicos del timo corto.
—Cruz
—murmuró, y salió cruz.
Volvió
a lanzar la moneda y pidió cara. Y salió cara.
Comenzó
a cerrar los ojos en cada petición, asegurándose de que no hacía trampas
inconscientemente. La moneda subió y bajó; su mano palmeó fraudulentamente el
dorso de su mano.
Cara...
cruz... cara, cara...
Y
se terminó el palmeo.
Sus
ojos se cerraron y permanecieron cerrados.
Era
poco más de mediodía cuando volvió a abrirlos. La penumbra ensombrecía la
habitación y el teléfono sonaba. Miró a su alrededor violentamente, sin
reconocer dónde estaba, sin saber dónde estaba. Perdido en un mundo extraño y
aterrador. Después, debatiéndose por recuperar la conciencia, tomó el
auricular.
—Sí
—respondió, y a continuación—: ¿qué, qué? Repítalo. —El empleado le estaba
diciendo algo que no tenía sentido.
—Una
visita, señor Dillon. Una joven dama muy atractiva. Dice... —una risa
diplomática— dice que es su madre.
5
Cuando todavía no había cumplido los dieciocho años, Roy Dillon se marchó de casa. No se llevó nada con él salvo la ropa que llevaba puesta, ropa que él mismo se había comprado y pagado. No se llevó más dinero que el que tenía en los bolsillos de su ropa, y también se lo había ganado él.
No
quería nada de Lilly. Ella no le había dado nada cuando lo necesitaba, cuando
era demasiado pequeño para conseguirlo por sí mismo, y a esas alturas no le iba
a permitir entrar en el juego.
Durante
los primeros seis meses fuera de casa no mantuvo contacto alguno con ella.
Después, en Navidades, le envió una postal, y otra el Día de la Madre. Ambas
eran de tipo cursi y sensiblero, rezumaban una ternura nauseabunda; pero la
última era una verdadera vacilada. Corazones, flores y rollizos angelitos
pululando por encima de un absurdo montaje irrisorio. El mensaje impreso iba
dedicado a la querida y vieja mamá, y chorreaba lágrimas de besos de buenas
noches, fuentes y bandejas de galletas recién hechas y leche cuando un niño
llegaba a casa después de jugar.
Era
como para pensar que la querida y vieja mamá (Dios bendiga sus plateados
cabellos) era propietaria de una especie de lechería-panadería que no servía a
más cliente que a su querido chiquitín (montado en su flamante bicicleta).
Se
rió tanto cuando se la envió que estuvo a punto de emborronar la dirección.
Pero después volvió a reflexionar sobre el tema. Tal vez aquella broma se
volvía contra él. Tal vez al burlarse de ella revelaba una profunda y
permanente herida que demostraba que ella era más dura que él. Y esto,
naturalmente, no le valía. Había aceptado todo lo que a ella le sobraba y no le
había hecho mella. ¡Por todos los demonios!, nunca debía permitir que ella
creyera lo contrario.
Así
que después de aquello se puso en contacto con ella por Navidades, en su
cumpleaños y cosas así. Pero se mostró muy correcto. Sencillamente no pensaba
lo suficiente en ella, se dijo a sí mismo, como para burlarse. Se requería a
una mujer mucho mejor que Lilly Dillon para calar en él.
La
única forma en la que mostraba sus verdaderos sentimientos era a través de los
regalos que intercambiaban. Mientras evidentemente Lilly podía permitirse
regalos mucho más caros, él no los admitía. Al menos no lo hizo hasta que el
esfuerzo por mantenerse a la par, o incluso sobrepasarla, no solamente
amenazaba sus objetivos a largo plazo, sino que además se revelaba como lo que
era en realidad: una nueva manifestación de sus heridas. Ella lo había herido,
o eso parecía, e infantilmente él rechazaba todo esfuerzo de expiación.
Ella
podía pensar eso y no iba a permitírselo. Así que le había escrito como de
pasada que los regalos estaban hipercomercializados, y que, en adelante, mejor
se dedicaban a intercambiarse recuerdos. Si le apetecía hacer un donativo de
caridad en su nombre, perfecto. La Ciudad de Los Muchachos le parecía
apropiada. Y él, por supuesto, también haría un donativo en su nombre. Por
ejemplo, a alguna institución para mujeres voluntarias...
Pero,
en fin, esto es adelantarse a la historia, saltarse sus principales
ingredientes.
Nueva
York está a dos horas de Baltimore. Cuando todavía no había cumplido los
dieciocho años, Roy se fue a la primera de las ciudades, objetivo lógico para
un joven cuyas únicas posesiones son una buena apariencia y un innato y vivo
deseo de ganar dinero rápido.
Y
por la necesidad de ganar, de ser pagado, aceptó de inmediato un empleo como
vendedor a comisión. Un asunto de puerta a puerta. Revistas, carretes de
fotografías, utensilios de cocina, aspiradoras..., cualquier cosa que pareciera
prometedora. Pero todas ellas prometían mucho y daban poco.
Puede
que Miles de Michigan hubiese ganado mil trescientos dólares en su primer mes
enseñándoles supertelas a sus amigos, y puede que O'Hara de Oklahoma ganara
noventa dólares diarios por sus pedidos de taca-tacas marca Oopsy Doodle. Pero
Roy lo dudaba mucho. A cambio de quedar literalmente hecho polvo, lo máximo que
había ingresado eran ciento veinticinco dólares en una semana. Pero fue su
mejor semana. La media oscilaba entre setenta y cinco y ochenta dólares, y se
dejaba el pellejo para conseguirlo.
De
todos modos, era mucho mejor que trabajar como mensajero o aceptar algún empleo
de oficina que prometía «buena oportunidad» y «posibilidades de mejorar» en
lugar de un sueldo interesante. Las promesas eran baratas. ¿Qué pasaba si él
iba a uno de esos sitios y prometía que algún día sería presidente? ¿Qué tal un
anticipo?
Lo
de las ventas era un rollo, pero no conocía otra cosa. Se sentía molesto
consigo mismo. Allí estaba él a punto de cumplir los veinte y ya era un
fracasado manifiesto. ¿Qué era lo que iba mal entonces? ¿Qué tenía Lilly que él
no tuviera?
Después
entró dando traspiés en los veinte.
Fue
pura chiripa. El imbécil propietario de un estanco se lo había puesto a huevo.
Roy continuó rebuscando ensimismado una moneda tras haber recibido el cambio
del billete, y el inquieto tendero, que tenía prisa por despachar a otros
clientes, perdió la paciencia de repente.
—¡Por
amor de Dios, señor! —se quejó—. ¡Solo es un centavo! Ya me lo pagará la
próxima vez.
Y
le arrojó el billete de veinte. Roy estaba a una manzana de distancia cuando se
dio cuenta de lo que acababa de ocurrir.
Apenas
encajado el suceso lo siguió otro: un joven ambicioso no espera a que lluevan
tales accidentes felices. Los crea. Sin dilación, comenzó.
Lo
echaron fríamente de dos establecimientos. En otros tres le insinuaron, más o
menos con educación, que no tenía derecho a la devolución del billete. En los
tres restantes tuvo éxito.
Se
sentía eufórico por su buena suerte. (Y había sido excepcionalmente
afortunado.) Se preguntaba si existirían trucos similares al de los «veinte»,
métodos de ganar tanto dinero en pocas horas como un tonto ganaba en toda una
semana.
Existían.
Empezó a introducirse en ellos aquella misma noche en un bar adonde había ido a
festejar su éxito.
Otro
cliente se sentó a su lado dándole un codazo. Derramó parte de su copa, se
disculpó e insistió en pagarle otra. Después todavía pagó una ronda más.
Llegado a tal punto, Roy quiso a su vez invitarlo a una ronda. Pero el hombre
había distraído su atención. Buscó en el suelo, se agachó y recogió un dado,
que posó sobre la barra.
—¿Se
te ha caído esto, amigo? ¿No? Bueno, mira, no me gusta beber tan rápido, pero
si quieres que nos juguemos una ronda para quedar en paz...
Lanzaron.
Roy ganó. Pero, por supuesto, no era suficiente. Lanzaron de nuevo, apostándose
cuatro copas. En esta ocasión ganó el tipo. Y, por supuesto, tampoco era
suficiente. No iba a permitirlo. Mierda, tan solo estaban intercambiando copas
amistosamente y no iba a salir de allí ganando.
—Ahora
lanzaremos por ocho copas; bueno..., pon por cinco pavos.
El
tat con sus rápidas apuestas que se
doblan, es la muerte para un primo. Ahí reside su perverso encanto. A menos que
apuestes muy fuerte, el que saca ventaja te despluma en un número relativamente
bajo de tiradas.
Las
ganancias de Roy se fueron por el desagüe en veinte minutos.
En
otros diez su dinero honesto las siguió. El otro tipo dijo que lo sentía mucho,
que Roy debía aceptar un par de pavos por la pérdida y que...
Pero
el sabor del timo era muy intenso en el paladar de Roy, su sabor y su olor.
Repuso con firmeza que aceptaría la mitad del dinero. El timador, llamado
Mintz, podía quedarse con la otra mitad a cambio de sus servicios como
instructor en la estafa.
—Puedes
comenzar las lecciones ahora mismo —le dijo—. Comienza con ese truco que acabas
de hacerme.
Siguieron
protestas indignadas por parte de Mintz y cierto lenguaje tosco por parte de
Roy. Pero al final se trasladaron a uno de los reservados, y aquella noche y
algunas más desempeñaron los papeles de profesor y alumno. Mintz no se calló nada.
Por el contrario, charlaba hasta el agotamiento. Tenía la santa oportunidad de
exhibir su presunción. Podía demostrar lo listo que era, cosa que su modo de
vida generalmente aconsejaba no hacer, y podía hacerlo con absoluta seguridad.
A
Mintz no le gustaba el de los «veinte». Requería algo indefinible que él no
poseía. Y nunca lo hacía sin un socio, alguien que distrajera al primo durante
la actuación. En cuanto a lo del socio, tampoco le gustaba; reducía la tajada a
la mitad. Te colocaba una manzana en la cabeza y le daba al otro tipo una
pistola. Porque parecía que todos los timadores sentían la irresistible
tentación de vencer a sus colegas. Poca gloria había en desplumar a un imbécil;
¡mierda!, los imbéciles estaban hechos para ser desplumados. Pero desplumar a
un profesional, aunque te saliera caro a largo plazo, ah, aquello era algo que
le sacaba brillo a tu orgullo.
A
Mintz le gustaba el smack. Era
natural, claro. Todo el mundo se lleva bien con las monedas.
Y
le gustaba especialmente el tat,
cuyas múltiples virtudes eran tantas que no podían enumerarse. Si se echaba el
anzuelo a un grupo de tíos, se había hecho la semana.
El
tat debía jugarse en una superficie
muy limitada, sobre la barra o en una mesa. De este modo no llegabas a hacer
rodar el dado, aunque, claro, daba la impresión de que lo hacías. Agitabas la
mano con fuerza manteniendo el dado en una posición elevada, sin agitarlo en
absoluto, y después lo lanzabas permitiendo que se deslizara y tambaleara, pero
sin llegar a volcarse. Si los primos comenzaban a sospechar, utilizabas una
taza o un vaso para lanzar, ya que estabas en un bar. Pero en este caso tampoco
agitabas el dado. Lo sujetabas como antes, haciendo que traqueteara con fuerza
contra el cristal, y a continuación volvías a lanzarlo como antes.
Se
requería práctica, claro. Pero todo la requería.
Si
la cosa se calentaba, el camarero te sacaba del apuro a cambio de una buena
propina. Decía que te llamaban por teléfono, que venía la pasma o algo similar.
Los camareros estaban siempre hartos de los borrachuzos. No les importaba que
hicieran el primo si eso les reportaba un pavo, a menos que los tíos fueran sus
amigos.
Mintz
conocía muchos más trucos que los tres típicos. Algunos de ellos prometían
beneficios que sobrepasaban los mil dólares de tope en el timo corto. Pero
indudablemente requerían a más de un hombre, aparte de un tiempo considerable y
preparación; en resumen, estaban en la frontera del timo a lo grande. Y tenían
una seria desventaja: si el imbécil daba el soplo, te cazaban. No habías
cometido un error. No era cuestión de mala suerte. Sencillamente, ocurría.
Había
dos detalles esenciales en el timo que Mintz no explicó a su alumno. Uno de
ellos resultaba imposible de explicar; se trataba de un hábito adquirido, algo
que cada uno tenía que practicar por sí mismo y a su propio modo: mantener un
alto nivel de anonimato mientras permanecía en circulación. Naturalmente, no
podías disfrazarte. Se trataba más bien de no hacer nada. Evitar cualquier
amaneramiento, cualquier expresión, cualquier acento o muletilla, cualquier
gesto, postura o modo de andar; todo aquello que pudiera ser recordado.
Y
ya tenemos el primero de los detalles esenciales que no pueden explicarse.
Seguramente
Mintz no le explicó el segundo porque no le pareció necesario. Se trataba de
algo que Roy debía de saber ya.
Las
lecciones concluyeron.
Roy
se puso a trabajar duro en el timo. Adquirió un elegante vestuario. Se mudó a
un buen hotel. Aún mimándose con cierta extravagancia, amasó un fajo de más de
cuatro mil dólares.
Transcurrieron
los meses. Un día, cuando comía en un comedor del Astoria, entró un detective
buscándolo.
Habló
con el propietario y le describió a Roy. No tenía fotografías suyas, pero sí un
retrato robot, y este era de un asombroso parecido.
Roy
observó cómo miraban en su dirección mientras hablaban y pensó en huir
desesperadamente. En largarse por la cocina y salir por la puerta trasera.
Probablemente lo único que evitó que lo hiciera fue la debilidad de sus
piernas.
Entonces
se miró en el espejo que había a su espalda y suspiró aliviado.
Había
subido la temperatura después de salir de su hotel, así que había guardado su
sombrero, abrigo y corbata en una consigna del metro. A continuación, solo
hacía una hora, se había cortado el pelo al estilo militar.
Su
imagen había cambiado considerablemente; al menos, lo suficiente como para no
ser reconocido. Pero temblaba de pies a cabeza. Se escabulló hasta la
habitación de su hotel preguntándose si volvería a tener agallas para trabajar
de nuevo. Permaneció en el hotel hasta que oscureció y después se fue a buscar
a Mintz.
Mintz
se había ido del hotelucho en que vivía. Se había marchado hacía meses sin
dejar dirección alguna. Roy se lanzó a buscarlo. Por pura suerte lo encontró en
un bar a seis manzanas.
El
timador se quedó horrorizado cuando Roy le contó lo sucedido.
—¿Quieres
decir que has estado trabajando aquí todo este tiempo? ¿Has trabajado de fijo?
¡Dios mío! ¿Sabes dónde he estado durante los últimos seis meses? ¡En una
docena de sitios! ¡Fui hasta la costa y volví!
—Pero
¿por qué? Bueno, Nueva York es una ciudad muy grande, y...
Mintz
lo cortó con impaciencia. Nueva York no era una ciudad muy grande, le dijo. Lo
único es que había mucha gente viviendo apretujada en un área bastante
reducida. Y no, tu suerte no mejoraba saliendo del congestionado Manhattan para
meterte en otro barrio. No solo no dejabas de toparte con la misma gente, gente
que trabajaba en Manhattan y vivía en Astoria, Jackson Heights, etcétera, sino
que además resultabas más sospechoso. Era más fácil que los primos te
descubrieran.
—Y
chico, hasta un ciego podría descubrirte. ¡Mira ese corte de pelo! ¡Mira ese
reloj de lujo y los tres tonos chillones de tus zapatos! ¡Por qué no te pones
también un parche en el ojo y los piños de oro!
Roy
enrojeció. Le preguntó preocupado si ocurría lo mismo en todas las ciudades.
¿Tenías que andar saltando de ciudad en ciudad, gastando tu capital para
mudarte cuando comenzabas a conocer lo que te rodeaba?
—¿Qué
quieres? —Mintz se encogió de hombros—. ¿Un huevo en la cerveza? Por ejemplo,
en la zona de Los Ángeles uno se puede quedar una temporada, porque no es solo
una ciudad, sino un condado lleno de ellas, docenas de ellas. Y con un tráfico
tan malo y ese asqueroso sistema de transportes la gente no se mezcla como lo
hace en Nueva York. Pero... —lo apuntó con un dedo en un gesto de advertencia—
pero eso no significa que puedas andar por ahí como un loco. Eres un timador,
¿sabes?, un ladrón. No tienes ni hogar, ni amigos, ni modo de subsistencia a la
vista. Y mejor te metes eso en la cabezota de una vez por todas.
—Lo
haré —prometió Roy—. Pero Mintz...
—¿Sí?
Roy
sonrió y movió la cabeza, guardándose para sí mismo sus pensamientos: «Supón
que tuviese un hogar, una residencia fija. Supón que tuviera cientos de amigos
y conocidos. Supón que tuviera un empleo y...».
Y
llamaron a la puerta, y él dijo:
—Entra,
Lilly.
Y
su madre entró.
6
No parecía haber pasado un año por ella desde que la había visto por última vez. Roy tenía ya veinticinco años, lo que significaba que ella rondaba los treinta y nueve. Pero aparentaba treinta y pocos, treinta y uno o treinta y dos. Se parecía a... a... ¡pues claro!, ¡a Moira Langtry! Esa era la persona a quien le recordaba. No es que se pareciesen exactamente; ambas eran morenas y de la misma talla, pero de cara no se parecían en nada. Se trataba de una similitud de tipo más que personal. Pertenecían al mismo rebaño: mujeres que sabían a la perfección qué tenían que hacer para conservar y realzar su atractivo natural. Mujeres que o lo poseían o no escatimaban esfuerzos por conseguirlo.
Lilly
tomó una silla con timidez, insegura de ser bien recibida, y rápidamente
explicó que se encontraba en Los Ángeles por negocios.
—Controlo
apuestas desde fuera, Roy. Regreso a Baltimore en cuanto terminen las carreras.
Roy
asintió. La explicación era razonable. Controlar apuestas desde fuera era
práctica común en las apuestas profesionales a gran escala y consistía en
rebajar los puntos de ventaja de un caballo metiendo dinero al resto de los
caballos.
—Me
alegro de verte, Lilly. Lo hubiera sentido si no te hubieras dejado caer por
aquí.
—Yo
también me alegro de verte, Roy. —Echó un vistazo a su alrededor y se inclinó
hacia delante para fisgar el baño. Lentamente su timidez se tornó en una mueca
de perplejidad—. Roy —le dijo—, ¿qué significa esto? ¿Por qué vives en un sitio
como este?
—¿Qué
tiene de malo?
—¡No
me tomes el pelo! No es tu estilo, eso es lo que tiene de malo. ¡Échale un
vistazo! ¡Mira esos rancios cuadros de payaso! ¿Es una muestra del gusto de mi
hijo? ¿A Roy Dillon le va lo rancio?
De
no haberse sentido tan débil, Roy se habría reído. Los cuatro cuadros eran su
propia contribución a la decoración. Oculta en sus marcos se encontraba la
pasta de sus timos, cincuenta y dos mil dólares en metálico.
Le
respondió que había alquilado la habitación tal como estaba, lo mejor que podía
permitirse. Después de todo, solo era un vendedor a comisión y...
—Y
aparte eso —apuntó Lilly—. ¿Cuatro años en una ciudad como Los Ángeles y todo
lo que tienes es un empleo de vendedor de pacotilla? ¿Esperas que me lo trague?
Es una tapadera, ¿no? Esta pocilga es una tapadera. Estás tramando algo, y no
me lo niegues porque yo escribí el libro.
—Lilly...
—Su débil voz parecía surgir desde kilómetros de distancia—. Lilly, métete en
tus malditos asuntos.
Ella
no dijo nada por un instante, recuperándose del rapapolvo, recordándose a sí
misma que él era más un extraño que un hijo. Después, en tono semisuplicante,
le dijo: —No tienes por qué hacerlo, Roy. Demasiada carne en el asador, más de
la que yo he puesto jamás, y... ya sabes cuál suele ser el final, Roy. Yo...
Los
ojos de Roy permanecían cerrados, como diciendo que o se callaba o se largaba.
Forzando una sonrisa, ella dijo que de acuerdo, que no iba a regañarlo desde el
primer momento en que se veían.
—¿Por
qué estás todavía en la cama, hijo? ¿Estás enfermo?
—No
es nada —murmuró él—. Solo...
Se
acercó a la cama. Tímidamente le puso una mano en la frente y lanzó una
exclamación de sorpresa.
—¡Roy,
estás frío como el hielo! Pero... —La luz se hizo sobre sus almohadas cuando
ella encendió la lamparilla. Escuchó una nueva exclamación—. Roy, ¿qué ocurre?
¡Estás blanco como una sábana!
—Nada...
—Apenas podía mover los labios—. No sudo, Lilly.
De
repente se sentía infinitamente asustado. Sabía, sin saberlo, que se estaba
muriendo. Y junto al terrible miedo a la muerte, sentía una incontenible
tristeza; incontenible porque a nadie le importaba, nadie la compartía. Nadie,
nadie en absoluto, para aliviársela.
«¿Solo
una muerte, Roy? Bueno, ¿por qué refunfuñas? Pero no pueden comerte, ¿no?
Pueden matarte, pero no pueden comerte».
—¡No!
—exclamó con un sollozo, su voz abriéndose paso entre una abrumadora
somnolencia—. ¡No te rías de mí...!
—¡No
lo hago! ¡No me río de ti, cariño! Yo... ¡escúchame, Roy! —Apretó su mano casi
con violencia—. No parece que estés enfermo, no tienes fiebre ni... ¿Dónde te
duele? ¿Te ha herido alguien?
No
le dolía. No había sentido dolor desde el día del golpe...
—Me
dieron... —murmuró—. Hace tres días.
—¿Tres
días? ¿Cómo? ¿Dónde te dieron? Pero... ¡Espera un minuto, querido! Tú espera
hasta que tu madre llame por teléfono, y después...
En
lo que fue un tiempo récord para el Grosvenor consiguió línea exterior. Al
hablar por teléfono su voz chasqueaba como un látigo.
—...
Lilly Dillon, doctor. Trabajo para la compañía de entretenimientos Justus de
Baltimore, y... ¿Qué? ¡No me vengas con pamplinas, tío! ¡No me digas que nunca
has oído hablar de mí! ¡Si me obligas a llamar a Bobo Justus...! Muy bien
entonces, ¡veamos lo que tardas en llegar aquí!
Colgó
el teléfono bruscamente y volvió junto a Roy.
El
médico llegó sin aliento y con aspecto taciturno. Después, olvidándose de su
vanidad herida, se comió a Lilly con los ojos.
—Siento
mucho haber sido tan brusco, señora Dillon. Bueno, ¡no me diga que ese robusto
joven es su hijo!
—Eso
no importa. —Lilly cortó sus piropos—. Haga algo por él, creo que está bastante
mal.
—Muy
bien, veamos.
Pasó
por delante de ella para dirigirse a la cama donde yacía la pálida figura de
Roy. De repente su afable actitud se desvaneció y su mano actuó con diligencia
para comprobar el corazón de Roy, su pulso y la presión sanguínea.
—¿Cuánto
tiempo lleva así, señora Dillon? —Hablaba en tono seco, sin volverse hacia
ella.
—No
lo sé. Cuando llegué hace una hora, ya estaba en cama. Parecía encontrarse bien
mientras hablábamos, lo único es que era como si se debilitara y...
—¡Apuesto
a que sí! ¿Historial de úlceras?
—No.
Bueno, no lo sé. No lo he visto en siete años y... ¿Qué le ocurre, doctor?
—¿Sabe
si ha sufrido algún tipo de accidente durante los últimos días? ¿Algo que
pudiera haberle causado una herida interna?
—No...
—Volvió a corregirse—: Bueno, sí, sí. Intentaba contármelo. Hace tres días lo
golpearon en el estómago, algún borracho, supongo.
—¿Algún
vómito después? ¿Color café? —El médico echó la sábana hacia atrás asintiendo
con gesto grave ante la mancha—. ¿Y bien?
—No
lo sé...
—¿Cuál
es su grupo sanguíneo? ¿Lo sabe, no?
—No,
yo...
Volvió
a cubrirlo con la sábana y se dirigió al teléfono. Mientras solicitaba una
ambulancia, batiendo el récord del hotel por segunda vez en el día, contemplaba
a Lilly con una especie de preocupado reproche. Colgó el teléfono.
—Ojalá
hubiera sabido su grupo sanguíneo —dijo—. Si hubiera podido hacerle una
transfusión ahora mismo en vez de esperar a que averigüen su grupo...
—Está...
Se pondrá bien, ¿no?
—Haremos
todo lo posible; el oxígeno lo ayudará un poco.
—Pero
¿se pondrá bien?
—Su
presión sanguínea está por debajo de cien, señora Dillon. Ha sufrido una
hemorragia interna.
—¡Basta!
—Le apetecía gritarle—. ¡Le he hecho una pregunta! ¡Le he preguntado si...!
—Lo
siento —dijo él en tono pausado—. La respuesta es no. No creo que viva si no lo
llevamos al hospital.
Lilly
sintió un mareo. Trató de sobreponerse poniéndose más derecha y haciendo que su
voz sonara firme. Le habló al médico en tono tranquilo.
—Mi
hijo se pondrá bien —dijo—, de lo contrario, haré que le maten.
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